El mundo cristiano está rememorando y conmemorando el hecho histórico más trascendental de la humanidad: La redención del género humano por el sacrificio de Jesús, hace más de dos mil años. Semana, que, por eso, es llamada también la semana mayor del año. Tiempo que se inicia con los jubilosos gritos de la multitud al ver entrar a Cristo como el nuevo rey de su pueblo: ¡Hosanna! ¡Hosanna! Dicen labios y corazones agitando en las manos ramas de palma y otras plantas, al paso del pollino que transporta al ungido en su ruta, se supondría, al triunfo inmediato.
De ahí que surja ese clamor: ¡Sálvanos!, pues ese significado tiene esta palabra en hebreo; pero, en las paradojas de los actos divinos, el triunfo humano es una derrota, mientras el aparente fracaso es la victoria. ¿De qué quería ser salvado el pueblo? De la opresión, de la injusticia, de la manipulación a la que estaba sometido tanto por los sacerdotes del templo, sus dirigentes políticos; como del poder militar e imperial de Roma. Ese es el permanente grito del pueblo a través de la historia, grito muchas veces silencioso, o exclamado de otras maneras, para dar a conocer su descontento con la situación en la que encuentra: ¡Sálvanos! De las malas autoridades, de los injustos, de los que tuercen las leyes en contra nuestra.
¿Por qué gritaban eso, con la alegría del que ve cercana su liberación a ese Jesús triunfal? Porque en él veían -como lo veían así, también, los escribas y fariseos- al predicador de la Verdad y la Justicia, al que, con amor, unido a la fuerza de la sinceridad y el ejemplo vive permanentemente en la Verdad y en la Justicia de sus actos. En él veían al verdadero líder, a quien hace lo que dice. Pero los jefes de ese pueblo no abrieron sus oídos al pedido del pueblo; al contrario, se prepararon para prenderlo y destruirlo.
El centro de la Semana Santa está en el atardecer del jueves, el día del amor por excelencia, cuando Jesús, viendo cercano el fin de su presencia entre los hombres, toma el pan y dice: “Esto es mi cuerpo”; acto en el que se unen el Verbo de Dios encarnado en Jesús, y Jesús, el hombre, que libremente lo acepta, es todo amor y quiere permanecer entre los hombres. En las palabras de Cristo: Esto es mi cuerpo, está toda la fuerza divina, toda su omnipotencia, que, como Dios encarnado en hombre, tiene a su disposición, y se introduce en ese pan, lo impregna con su ser para convertirse en ese pan, en ese alimento que es material y espiritual, que es Verdad y Justicia, que es modelo de vida y camino de salvación. Lo hace con la simplicidad de las cosas importantes, como, antes, el Verbo ha creado al mundo y al hombre: con la sencillez del “Hágase la luz”.
Y Jesús lo hace, también, con la solemnidad de los grandes actos: después de lavar humildemente los pies de sus discípulos, de limpiarlos de tal manera que estén preparados para seguir el nuevo camino de Verdad y Justicia por él señalado. Lo hace para que puedan ver claro, recto, y señalar después a quien manipula y tuerce la verdad y la justicia en contra del pueblo, como ha de suceder al día siguiente, el del sacrificio, el de las negaciones y vacilaciones humanas, el de las caminatas hipócritas de los que lo quieren matar, pero buscan al que lo haga por ellos, pues no se atreven a actuar de frente; el día de los azotes, de las espinas, del penoso camino al calvario, y del momento de la crucifixión por todos, como testimonio eterno de quien da la vida por amigos y enemigos; el día de las tinieblas, cuando el mundo se estremece porque han querido matar a la Verdad y a la Justicia; y el universo protesta por ese crimen, rasga el velo del templo para dar paso la entrada triunfal de la verdad en él; el día del dolor de María, que llora con Jesús en sus brazos, antes de que lo sepulten.
Finalmente la victoria, la resurrección del cuerpo de Jesús, que arranca un nuevo grito de júbilo, un nuevo ¡Hosanna! ¡Estamos redimidos! Y esa buena nueva de la salvación se esparce como la luz al iniciarse el universo.
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