[Manfredo Kempff]

La hazaña de novelar


Ya sabemos de memoria cuáles fueron los padecimientos de García Márquez para publicar la obra que lo inmortalizó. Tuvo que empeñar hasta las joyitas de Mercedes Barcha – el joyero dijo que no eran sino vidrios de colores – para que editaran su “Cien años de soledad” en Buenos Aires, después de haberse encerrado durante semanas en una buhardilla de México para escribir frenéticamente, comiendo lo que fuera. Y ni qué decir de Vargas Llosa, que las pasó muy bravas en París y luego en un piso pobre de Londres, aun después de haber recibido el premio Biblioteca Breve por “La ciudad y los perros”. Y poco más o menos sucedió con Julio Cortázar. Carlos Fuentes fue el más aliviado, pero no justamente porque ganara mucho dinero con la venta de sus libros, sino porque algunos recursos propios tenía. Todos los que se aventuran a escribir de verdad, los que desean ser escritores en serio, saben que deben resignarse a implorar ayuda y estar rondando muy cerca del hambre si no tienen otra actividad que les permita el lujo de hacer literatura.

El chileno José Donoso nos divierte con sus padecimientos literarios, que vienen a cuento porque son la calca de lo que hasta no hace mucho aconteció en Bolivia y tal vez sucede todavía. Para la publicación de su primer libro de cuentos, estaba, por supuesto, sin un centavo, y la editorial lo ignoró porque la obra no aseguraba una buena venta. En su desesperación recurrió a diez amigas, las que vendieron entre otras amistades suscripciones para la obra y con ese dinero se pagó la primera cuota que le exigió la editorial. Después Donoso y su solidario equipo ofrecieron los ejemplares en las calles, micros, iglesias, en donde fuera, hasta que se pagó la deuda. Aunque ya era un escritor premiado en Chile, repitió lo mismo cuando publicó “Coronación”. Al extremo que su padre – suponemos a un viejo y respetable señor – jugaba al rocambor en el Club de la Unión de Santiago, con un montón de libros de su hijo apilados junto a él y no dejaba pasar a ningún socio o amigo sin ofrecerle un ejemplar.

Antes de que aparecieran algunas casas editoras en Bolivia, los autores tenían que pagar por sus ediciones y después poner sus libros en consignación, en manos de algún librero sin ningún deseo de arriesgar. O hacer de vendedores los mismos autores sin burlar la obligación de regalar ejemplares a tíos y primos. Si el libro era muy bueno aparecía por ahí alguna crítica favorable en la prensa y luego la nada. Pocos querían leer libros – ahora mismo no son muchos – y menos eran los que leían críticas literarias porque los críticos siguen sin abundar en nuestro país.

Un querido amigo del gremio dice a propósito que el día más glorioso del libro es la noche de su presentación, porque con el último vino del convite empieza su muerte segura. ¿Cómo pensar en esas condiciones que apareciera un “best-seller” boliviano, que, por ejemplo, se inscribiera en el “boom”? ¿Quién iba a lanzar desde la montaña un meteorito impreso a la mesa de las grandes editoriales o de los jurados? ¿No es por eso una rareza que todos los grandes del “boom” latinoamericano – excepción hecha de Sábato – tuvieran que emigrar para hacerse conocer?

Todos escribieron en Francia, España, o en EEUU porque en sus países de origen estaban destinados a ser ignorados. Hubo que dar el paso heroico y encomendarse a Dios para salir del anonimato. Algo parecido sucedió en Bolivia con los autores que más se los ha conocido afuera, como René-Moreno, Arguedas, Costa du Rels y otros pocos. El futuro estaba lejos de las fronteras del país, donde se podía hablar con libreros, donde se hacía amigos escritores, donde era posible llegar a tomarse una copa con un empresario editorial aunque hubiera que pagarla.

Por supuesto que es válido que un autor busque un espacio en el mercado de los libros. El libro se ha hecho para los lectores porque nadie escribe para sí mismo. Pero para que un libro se lea debe tener alguna calidad, ya que el tiempo no le sobra a nadie para aburrirse; y luego porque ante la cantidad de publicaciones que existe se tiene las de perder si el libro no atrapa, si no surge una relación entre el autor y el lector y si todo obedece al “marketing” sin otro objetivo que crear los “best sellers” aún antes de que los libros sean editados, como sucede en Estados Unidos.

Alguien escribió algo muy cierto: “Publicar sirve para hacer méritos. Leer no sirve para nada: es un vicio, una felicidad”. Es obvio entonces que si se publican cosas malas y se logran méritos, se está abusando del pobre vicioso lector al cual no se le está dando ninguna alegría sino tedio.

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