iPhone, tenemos un problema

Carlos Miguélez Monroy

Lleva una muleta, con la otra mano lleva a un niño pequeño. Cojea al entrar en el vagón del metro, que va lleno a esas horas pico. Sentados, frente al hombre que permanece de pie, tres jóvenes no se han dado cuenta de la situación porque todos interactúan con su teléfono portátil sin levantar la mirada. La gente de alrededor se da cuenta, pero nadie dice algo. Hasta que un anciano se levanta de su asiento para cederlo al señor que cojea de la mano de su hijo.

La foto, que muestra a los tres jóvenes con sus aparatos, despertó comentarios en las redes sociales. Unos los justificaban con que “seguro que no se habían dado cuenta”. Para muchos radica ahí el problema y no en una posible maldad que nadie les presupuso. Hay gente tan enganchada a su teléfono que a pocos metros puede producirse una catástrofe sin que se dé cuenta. Incluso puede poner en peligro su propia integridad o la de sus seres más cercanos.

Ya no sólo se trata del incremento exponencial de los accidentes en coche por el uso de los teléfonos mientras las personas conducen. En Estados Unidos, el National Safety Council publicó un informe que relacionaba el aumento de los accidentes en menores de 5 años con el uso de los teléfonos móviles por parte de sus padres. Si la mayor parte de las lesiones en menores se produce en la cocina o en el baño, la distracción constante en el teléfono por parte de los adultos podría incrementar aún más el riesgo de que los menores pongan sus vidas en peligro.

También hubo comentarios con duros calificativos contra los jóvenes en el metro y, de paso, contra toda la juventud enganchada a las nuevas tecnologías. Aquí el peligro yace en simplificar el problema y atribuirlo a la juventud cuando se puede ver en los parques de niños a varios padres que interactúan con sus teléfonos a la vez mientras sus hijos juegan o tratan de reclamar su atención. Esos adultos tendrán poca legitimidad para exigirles a sus hijos que dejen de jugar todo el día con la tablet, con el teléfono o con los videojuegos.

Desde hace varios años, muchas familias comen o cenan con la televisión encendida, lo que dificulta aún más la comunicación en tiempos en que no pocas veces los padres y los hijos se ven poco por trabajo y por exceso de actividades escolares o deportivas. Hay adultos que ponen el teléfono junto al plato por si “alguien” llama, como si de altos ministros se tratara. Si suena contestan, lo que incrementa las interferencias, el ruido y la falta de comunicación. Sobre todo, da ejemplo de cuáles son las prioridades, en la práctica y no en teoría, en ese hogar.

Luego lanzan soflamas contra la juventud actual: “estos jóvenes van a su bola”. No comunican con la palabra, con la mirada o con el cuerpo. Incluso se puede llegar a ver a un adolescente que come en un restaurante con los auriculares puestos mientras ignora a su familia. Esta permisividad o falta de límites, a veces para compensar ausencias y para tapar sentimientos de culpa, produce parte de esta paradoja de nuestros tiempos: personas desconectadas de su entorno más cercano pero hiperconectadas a cientos o miles de nudos en una red infinita, mucho más impersonal y menos amenazadora.

Accidentes por distracciones en el coche o en el hogar, personas que sólo muestran “efusividad” por medio de chats y redes sociales y a las que luego les cuesta incluso saludar, gente que está más pendiente de los sonidos que escupe su teléfono cada vez que recibe un Whatsapp que de lo que le cuenta la persona de enfrente, quizá un amigo al que no ha visto en meses o en años…

Pero la consecuencia menos visible del abuso de las nuevas tecnologías yace en la ansiedad que provoca en cada vez más personas la sensación de estar incomunicado cuando deja de ver su pantalla cada dos minutos, lo que se podría considerar una adicción. Dentro de unos años veremos, quizá, clínicas para tratar estas adicciones y las secuelas que puedan dejar.

El autor es periodista y editor en el Centro de Colaboraciones Solidarias.

Twitter: @cmiguelez

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