Sara Mosleh Moreno
Un desierto de polvo y humo negro, y cientos de niños que rebuscan entre metales para poder subsistir. Esta es la imagen que presenta el barrio de Agbogbloshiela capital de Ghana. En esta barriada de uno de los países más desarrollados del continente africano se encuentra el segundo vertedero tecnológico más grande del mundo. Cientos de toneladas de chatarra electrónica llegan cada año a este suburbio para ser recicladas de forma barata, o en el mejor de los casos, reparadas y vendidas.
Los gases por incinerar metales pesados son altamente tóxicos y convierten a Agbogbloshie en el lugar más contaminado del planeta... Aunque el envío transfronterizo de basura tecnológica está prohibido por acuerdo internacional, empresarios sin escrúpulos se saltan está prohibición y etiquetan estos productos como artículos de segunda mano o, incluso, los camuflan entre cargas de equipos nuevos.
Estos deshechos llegan de los países occidentales, sobre todo, de Europa del Este y EEUU. Allí, la moda o la rápida inutilización de los aparatos electrónicos hacen que cientos de electrodomésticos y aparatos digitales se depositen cada día en contenedores que irán a parar a los vertederos de los países más empobrecidos.
Pero esta generación continua de residuos no es fruto de la casualidad, sino de un sistema de producción basado en el consumo incesante y en la idea de “usar y tirar”. Los fabricantes, para obtener más beneficios, acortan el ciclo de vida del producto al programar el fin de su utilidad. Esta estrategia que utilizan empresas como Apple o Phillips es la llamada obsolescencia programada y es la causante de que la mayoría de nuestros aparatos digitales dejen de funcionar al cabo de uno o dos años.
Cuando el consumidor quiere reparar su móvil, impresora u ordenador se encuentra con la sorpresa de que o no existen piezas de recambio o la reparación es más costosa que adquirir un equipo nuevo. De esta forma, las empresas obligan al cliente a tirar su “viejo” aparato y a comprar uno nuevo.
Esta estrategia de comercio se inició con la revolución industrial, cuando comenzó el sistema de producción en masa. Los fabricantes se dieron cuenta de que si hacían productos buenos, que duraran mucho tiempo, las personas dejarían de comprar por falta de necesidad y, por lo tanto, cesarían sus beneficios. De esta manera, las empresas programaron todos sus productos para que dejaran de funcionar al cabo de un corto periodo de tiempo.
El vertedero de Agbogbloshie es sólo una de las graves consecuencias de este “usar y tirar” propio de la cultura occidental. Vivimos en un planeta finito con recursos limitados donde este sistema de producción lineal no puede continuar indefinidamente en el tiempo sin causar una catástrofe. Conscientes de ello, jóvenes empresas y personas de todo el mundo han iniciado un movimiento contra de la obsolescencia programada, con el fin de producir productos eficientes, sostenibles y respetuosos con el medio ambiente y las personas.
La autora de esta nota es periodista.
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