El dilema agrícola boliviano

Eduardo Quiroga Crespo

Bolivia poco a poco se está desprendiendo de la cualidad de país eminentemente agrícola que mantuvo en la mayor parte del Siglo XX. Según datos oficiales, la contribución del PIB agropecuario al PIB nacional en 2008-2013 fue en promedio de 10,26%, muy inferior al de décadas pasadas, cuando oscilaba entre 20% y 30%. Lo mismo indica la contribución de la población ocupada agropecuaria en la población ocupada nacional, que aunque bajó de 41% en 1996-2001 a 32% en 2008-2012, muestra que el sector agropecuario aún es el principal empleador de la economía.

En la agricultura boliviana existen dos sectores: la agricultura campesina, especialmente establecida en el occidente y el centro del país, con unas 600 mil unidades productivas, y la agricultura comercial establecida sobre todo en el oriente. Estas categorías, empero, no son estáticas, pues desde hace décadas se observa que la agricultura campesina, sinónimo tradicional de pobreza y primitivismo, poco a poco se va transformando en una agricultura familiar más ligada a los mercados y deja su carácter de subsistencia, aunque este avance no es uniforme en todas las regiones ni en todos los rubros productivos. En efecto, se observa que en las regiones con condiciones agroproductivas más adversas, como el altiplano central, o donde la parcelización de la propiedad de la tierra es más acentuada, como algunos valles de Chuquisaca o Potosí, es más difícil que dé ese salto cualitativo.

Es importante destacar que estos esfuerzos tradicionalmente han priorizado la visión agronómica de maximizar la producción como medio para salir de la pobreza, dejando de lado la visión económica que se centra en la obtención de ingresos para lograr tal objetivo. Por ello muchas de esas iniciativas han fracasado. La economía enseña que cuando la oferta de un producto se expande, su precio baja, y eso explica por qué en épocas de cosecha los precios de los alimentos en los mercados urbanos caen significativamente. Es decir que una buena cosecha no siempre es una buena noticia para los agricultores. Entonces, los esfuerzos para aumentar la producción mediante nuevas tecnologías, mecanización, semillas mejoradas o riego pueden cumplir con su objetivo de aumentar los rendimientos por hectárea, pero conllevar una depresión de los precios en los mercados urbanos y una reducción neta en el ingreso del productor. Lo anterior se acentúa con la presencia de importaciones de alimentos, legales o ilegales, que llegan a los mercados urbanos con precios muy bajos.

Es por esta situación que muchos pequeños productores, luego de décadas de intervención por parte del Estado o de ONGs prefieren seguir produciendo y cosechando como saben, y viviendo en las mismas condiciones ancestrales, pues al contrario de una empresa agrícola no pueden darse el lujo de experimentar pérdidas temporada tras temporada, lo cual los lleva a abandonar su carácter de productores campesinos para pasar a ser asalariados rurales o urbanos. Este círculo podría explicar por qué, aunque los rendimientos de la mayoría de los cultivos campesinos han aumentado ligera o medianamente entre 1980 y 2013 (en especial el arroz, maíz grano, trigo y papa), la población ocupada en la agropecuaria ha disminuido.

Entonces, ¿qué hacer para mejorar la economía de los pequeños agricultores? En años recientes se ha mejorado su ingreso con políticas de bonos, que sin embargo no tienen asegurada su sostenibilidad en el tiempo. Una política coherente con el sector debiera, aparte de usar bonos, trabajar mucho más la mejora en la productividad de todos los cultivos y acompañarla con el establecimiento de aranceles y restricciones que protejan adecuadamente la producción nacional. Finalmente, si se logra satisfacer el mercado interno, el Estado podrá adquirir los remanentes de productos seleccionados para exportarlos, haciendo uso de subsidios o no, a otros países.

Esta última opción es la que practican las economías del primer mundo, que subsidian al productor adquiriendo sus productos a un nivel determinado y la venden luego con precios menores tanto al interior o exterior de sus países. Ello, además, persigue el objetivo superior de estabilizar el precio de los alimentos para las grandes masas urbanas de consumidores y controlar la inflación. En Bolivia algo parecido se implementa hace pocos años mediante la empresa pública EMAPA, que compra el trigo a los productores para revenderlo a los molineros.

La quinua, el café y el cacao son ejemplos de productos que han logrado penetrar en mercados externos sin subsidios directos y debido a cualidades del producto: en el primer caso por sus bondades alimenticias, en el segundo por el sabor derivado de su cultivo en altura, y en el tercero por su calidad orgánica y la oferta de subproductos diversificados.

Sin embargo, sin el apoyo estatal no es fácil hacerlo con todos los productos: las otras exportaciones agropecuarias de Bolivia, como las semillas oleaginosas, frutas o carne, son poco significativas y han venido reduciendo sus volúmenes exportados entre 2006 y 2012. La mano de obra agrícola nacional, tan barata, supone una ventaja respecto a otros países, ventaja que sin embargo se ve contrarrestada porque la productividad sigue siendo muy inferior, lo que encarece los costos de transporte y no alcanza para satisfacer los requerimientos externos.

También se tiene la posibilidad de incentivar la transformación interna, pues los productos agrícolas semi-industrializados tienen una demanda externa más estable y con mejores precios. Es el viejo discurso del mayor valor agregado que, en la actualidad, sólo se cumple con pocos productos como el cacao, los lácteos, la miel y otros. En contrapartida, el grueso de la quinua sigue siendo exportada en grano y algo parecido sucede con el café.

Todas estas opciones son, evidentemente, de mediano y largo plazo, pero hasta que no se las encare seriamente no se puede vislumbrar una solución sostenible al dilema agrícola boliviano.

El autor es economista agrícola.

Email: laloquir@hotmail.com

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