Distinguir edad de capacidad

Fran Araújo

Algunas tribus indias celebran un rito iniciático para el tránsito hacia la vejez. Abandonan al nuevo anciano en el bosque y éste tiene que pasar la noche a la intemperie dentro de un círculo de piedras. El objetivo de este ritual es reforzar su autoestima, que se dé cuenta de que se mantiene fuerte aunque se haga viejo. Durante esa larga noche tiene que afrontar los cambios que se van a dar en su vida en esta nueva etapa.

En la sociedad actual existe un rito similar. Una persona comienza a hacerse vieja oficialmente cuando se jubila, es decir, cuando ha dejado de ser útil. Esta conclusión nada tiene que ver con la autoestima ni con el sentimiento de realización personal del rito indio mencionado. Se ha extendido una concepción de la utilidad unida indisolublemente a lo material. Una cosa es útil cuando produce beneficio. De este modo, cuando una persona deja de producir, deja de serlo.

Si una vez más retrocedemos al sentido prístino de las palabras, descubriremos la pérdida de valor que ha sufrido todo lo referente a la vejez en el último siglo. Jubilación proviene de júbilo, alegría o celebración, sin embargo, la Real Academia recoge este significado como haber pasivo que disfruta la persona jubilada o como dispensar a una persona por razón de su edad o decrepitud, de ejercicios o cuidados que practicaba.

Cuando una persona se jubila es relegada a un segundo plano. Deja de cumplir su función en la sociedad y eso le provoca una crisis como individuo que muchas veces conlleva un sentimiento de inutilidad difícil de sobrellevar.

Dejar de trabajar es, además de saludable, necesario. Sobre todo si el trabajo se concibe como una carga. El problema es cómo está enfocada la jubilación.

Después de una vida organizada alrededor de los horarios y relaciones laborales, abandonarlos te cambia radicalmente. Si a esto unimos la visión negativa que existe alrededor del jubilado, la situación se vuelve más complicada.

Este cambio debería humanizarse, buscar soluciones para que no sea tan brusco y revalorizar el papel del retirado. Todo ello, sin olvidar a las mujeres, ya que a ellas nunca les llega el descanso. Un ama de casa, tradicionalmente, nunca se retiraba, ni disfrutaba de pensión.

Existen soluciones y medidas efectivas como la jubilación progresiva. El futuro retirado reduce sus horas de trabajo a la mitad y colabora con el nuevo trabajador enseñándole el oficio. De este modo se facilita el cambio y se favorecen las relaciones intergeneracionales.

Se ha extendido el parámetro de la edad para determinar cuándo una persona es capaz o no de realizar una actividad. Una vez más triunfa lo cuantitativo sobre lo cualitativo. Existen otros muchos valores como la salud, la experiencia o la capacidad que quedan relegados a un segundo plano cuando una persona cumple los 65 años.

En la actualidad asistimos a un aumento de las prejubilaciones, de los retiros forzosos, que agudizan el sentimiento de inutilidad de quien los sufre. Cada vez es más recurrente el argumento de que las prejubilaciones sirven para crear empleo entre la juventud. En realidad, sólo un 30% de estas jubilaciones forzosas y financiadas por los Estados son cubiertas por un nuevo trabajador.

Hay que terminar con la idea de que los mayores les quitan el trabajo a los jóvenes. El retiro forzoso resulta frustrante en muchos casos. Este paso debería partir de una decisión personal, basada en el estado físico y psicológico de cada persona y del trabajo que desempeña, ya que no es lo mismo el desgaste laboral de un minero que el de un funcionario…

Cuando una persona se jubila tiene un tercio de su vida por delante. Debería poder disfrutar de esos años al máximo, vivir todos los momentos de júbilo que pueda. Pero el contexto y la concepción que existen detrás de la jubilación también tienen que favorecer ese sentimiento de utilidad bien entendida para que, cuando una persona se retire, sienta júbilo y no que se ha convertido en un haber pasivo.

El autor es director de cine.

ccs@solidarios.org.es

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