María Usmayo G.
Comenzaron a llegar varios campesi-nos con paso lento, mal pausado y provisto de tropiezos. Traían en hom-bros un féretro hecho de tablones viejos que de vez en cuando crujía con un tono lúgubre y plañidero. . . Se detuvieron en frente de la cruz principal del cementerio, a cuyo pie arrinconaron con torpeza al difunto.
Seguidamente aparecieron mujeres vesti-das con polleras de colores alegres, a las que unas mantas negras trataban en vano de cubrir. Venían con dos bidones de singani y un saquillo medio lleno de botellas de cerve-za, cargado a la espalda de una de ellas. No bien llegadas al lugar, tres de ellas empeza-ron a repartir apresuradamente la cerveza y las demás a servir el singani, no sin antes derramar algunas gotas en la tierra.
Al fin de algunos minutos, los dolientes vaciaban de un trago sus vasos desbordan-tes de bebida, en tanto que sus rostros, tor-nándose colorados, mostraban gestos, mue-cas y contorciones por el amargo y fuerte sabor del singani y la cerveza.
Las libaciones iban en aumento y el atar-decer se acercaba sigilosamente, como un animal peligroso que procura sorprender a su víctima, cuando, en lo mejor de todo, uno de los campesinos, ya embrutecido por el alcohol, advirtió a todos que un desconocido los observaba con detenimiento, desde una de las sepulturas, sin cruz ni nombre. Enton-ces un silencio mortificador apagó de pronto todas las voces y los rostros morenos de aquellos campesinos expresaron miedo y do-lor, como si se vieran sorprendidos por el maleficio de aquella mirada escrutadora, cla-vada en ellos como un puñal frío y brillante.
Se santiguaron. Transcurrido un buen tiempo, el más viejo de todos se aproximó al desconocido con una botella en la mano de-recha y un vaso en la izquierda, para atraerlo hacia ellos. Al principio las mujeres experi-mentaron cierto nerviosismo, más invadidas por su triste alegría, pronto olvidaron sus temores y se dispusieron a compartir sus penas con la presencia del extraño, quien, a pesar de las interpelaciones amistosas, permanecía siempre sombrío, callado y con la mirada fija en los hombres que cavaban la fosa. Estos repartíanse abrazos de felicita-ciones por el trabajo terminado o porque la bebida los hacía sentirse fraternales.
Seguidamente, vio como los campesinos se acercaban a la caja sin flores y la rodea-ban con un ronco murmullo. Luego se persig-naron, levantaron al muerto y lo acercaron a la fosa. El desconocido oyó otro murmullo más breve y, después de que introdujeron el ataúd en la fosa o más bien dejarlo caer en ella, también observó que casi todos se iban y sólo quedaban aquellos quienes, entre risas forzadas y algúnos tragos de singani, se turnaban para tirar piedras sobre el féretro a falta de tierra.
El sol ocultábase y hacía cada vez más frío. En el horizonte unos resplandores se dejaban ver de tiempo en tiempo, y en el cielo nubes oscuras cubrían las estrellas que se esforzaban por nacer en vano.
El último destello de luz murió en el infinito después de haber iluminado por un segundo la nueva sepultura y pronto la noche arrebujó de sombras el paisaje.
Transcurridos algunos instantes, el entierro terminaba y los campesinos se iban, olvidando al desconocido a la intempe-rie del silencio fúnebre que comenzaba a morar de nuevo entre las tumbas del camposanto. Al verlos perderse en la borrosa lejanía de unos barrancos, el desconocido sintióse abandonado en aquella soledad de tantos hombres y tuvo la sensación remota de que ya no era de este mundo.
Entonces, sin saber a quien dirigirse, elevó la mirada al cielo, sus ojos se tiñeron con el dolor transparente de sus lágrimas y su sombra comenzó a desaparecer lentamente en la nueva sepultura.
Suplemento Literario de EL DIARIO.
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