Adela Cortina
Los protagonistas de la vida política deberían ser los ciudadanos porque una democracia se construye en el día a día, pero siguen siendo las campañas electorales las que monopolizan la reflexión y el debate políticos. Como hay que convertir las ocasiones en oportunidades, debemos tomar como punto de partida ese debate, detectar qué echa en falta la ciudadanía para proporcionarlo en el futuro y qué valora para tratar de potenciarlo. Ante las elecciones del 24 de mayo la necesidad de regenerar moralmente la política se ha convertido en un trending topic, en una exigencia presente en los discursos: la ética anda en boca de todos los partidos, bien para desautorizar a otros por inmorales, bien para presentar proyectos comprometidos éticamente. Conviene, pues, tomarles la palabra -hablar es comprometerse- y utilizarla no sólo para decidir a quién votar, sino para construir en el futuro. Sin embargo, como la palabra “moral” da para mucho, bueno será usarla en el sentido que resulte más fecundo.
Lo moral se puede entender en el par “moral/inmoral”, y entonces el hablante se siente moralmente impecable y acusa a otros de inmorales. Como los escándalos que salpican los medios y las redes dan materia para las acusaciones continuas, se practica lo que Trivers denominó “la agresión moralista”, la crítica a los infractores que siempre son “los otros”. La denuncia es buena si lo que se pretende es lograr que el bien particular no suplante al bien común de un modo fraudulento, pero no es tan loable si la moral se convierte sólo en un arma arrojadiza para desacreditar competidores.
Resulta más fecundo tomar la moral también como moralita, que es, según Ortega, un explosivo tan potente como la dinamita. Situada en lugares estratégicos, hace estallar aquello que ya está descompuesto y permite levantar nuevos edificios. Pero los adanismos no son buena cosa, que no se trata de destruir y partir de cero porque no existe el punto cero, todo tiene antecedentes, y porque es suicida eliminar lo bueno que se ha ido logrando a lo largo de la historia. Más vale detectar qué hay ya de positivo y reforzarlo. Para eso sirve la moralita, tomada como vitamina que fortalece la vida pública en el día a día, y no sólo como arma en los discursos electorales.
Es lo contrario de la moralina, esa prédica empalagosa que se extiende sobre situaciones putrefactas para que dejen de oler mal, en vez de transformarlas desde dentro. La moralina es mala cosmética, está próxima a la ideología, y se sitúa a años luz de lo que sería una auténtica propuesta moral.
Los efectos de la moralina llevan a la desmoralización, que sería una tercera acepción de las que venimos desgranando. Una persona o un pueblo desmoralizados se encuentran sin ánimo para enfrentarse a los retos vitales, no tienen un proyecto que llevar adelante ni confían en su capacidad para hacerlo. Cuando lo cierto es que la sustancia de la vida humana es proyectar y comprometerse en buenos proyectos desde la autoestima. Eso es lo que permite levantar la moral a las personas y a los pueblos, a las comunidades autónomas y a los países.
Los españoles andamos desmoralizados en exceso. Tal vez porque los medios de comunicación se ensañan en las malas noticias y porque olvidamos las fortalezas y nos recreamos en las debilidades.
Porque existe un amplio consenso sobre lo que queremos, que se cifra en un Estado Social de Justicia: erradicar la pobreza, reducir el desempleo, mantener las pensiones, evitar el éxodo obligado de los jóvenes, liderar soluciones justas a la tragedia de la inmigración, recuperar una sanidad que ha sido ejemplar, fomentar la educación de calidad, ayudar a construir un Europa de los ciudadanos, abierta y social. Para lograrlo contamos con un país sin partidos extremistas ni xenófobos, con una sociedad civil que está asumiendo su corresponsabilidad en la cosa pública, con una envidiable solidaridad en materias como la donación de órganos o de sangre, con profesionales bien preparados, con un sistema sanitario excepcional, con una solidaridad familiar que está supliendo lo que otros deberían hacer.
Con mimbres como éstos hay que construir un proyecto vigoroso, desde lo mejor de lo que ya hemos venido haciendo. Tarea de los partidos es darle la forma que consideren más operativa y llevarlo a cabo, junto con la sociedad civil, porque no sólo hay vida después de las elecciones, sino que es ésa la vida que importa.
Catedrática de Ética y Filosofía Política por la Universidad de Valencia.
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