Fran Araújo
A las minas anti-persona se las conoce como el “soldado perfecto”. No duermen, no descansan y no necesitan comer. Una vez colocadas, actúan de forma indiscriminada y su eficacia mortal aumenta un 10% después de la guerra. Estas “armas de destrucción masiva a cámara lenta” son un duro recuerdo del conflicto, que siega vidas con cuentagotas.
Nadie conoce el número exacto de minas antipersona que yacen enterradas en el mundo a la espera de ser activadas. Eva Quintana, autora del libro “Las minas antipersona. Enemigas de la vida”, lo estima entre 60 y 200 millones. Un total de 90 países en los que viven dos tercios de la población mundial.
Durante un conflicto, las minas se colocan en infraestructuras estratégicas para el desarrollo económico y social de un país: carreteras, puentes, abastecimiento de aguas,… En escasas ocasiones se realiza una planificación de su posición, por lo que las labores de desminado se complican y encarecen.
Una mina vale aproximadamente 3 dólares. Una vez colocada, cuesta 1.000 dólares desactivarla. Una superficie equivalente a un campo de fútbol que se siembra de minas en una hora, supone tres meses de trabajo.
Al terminar el conflicto, actividades cotidianas y necesarias como ir a por agua, cultivar la tierra o ir a la escuela pasan a ser de alto riesgo. Los campos minados se convierten en una amenaza para los refugiados, cuyo retorno es fundamental para la normalización social y económica.
La economía de un país después de un conflicto es muy frágil y no existen los recursos necesarios para el desminado y la reconstrucción. La presencia de minas ahuyenta al turismo y otras potenciales fuentes de inversión, daña la vida salvaje, los bosques y otros recursos naturales de gran valor. En definitiva, estos países deben hacer frente a una segunda devastación que agrava su dependencia de la ayuda humanitaria y financiera internacionales.
En el mundo se calcula que existen unos 300.000 supervivientes de minas. Para su rehabilitación completa se requeriría unos 2.700 millones de dólares. Sin embargo, la financiación global de programas de asistencia se estima entorno a los 29 millones. Las mujeres y los niños son los que sufren con mayor frecuencia el flagelo de las minas. Los niños, por su estatura, es más complicado que las localicen, y las mujeres porque, a pesar de sufrir una amputación, deben continuar con sus tareas domésticas y cargar con el estigma social de ser amputada.
El uso de las minas antipersona se ha generalizado en los grupos armados y ejércitos rebeldes con fines terroristas y de control de la población. Su bajo coste y facilidad de manejo las convierte en un arma implacable.
A pesar de existir tratados internacionales como el de Ottawa, para la prohibición del uso de estas armas, entre 60 y 200 millones de minas continúan sembradas y listas para explotar en 90 países. La ONU y diversas ONG como Intermón Oxfam han puesto en marcha varios programas para ayudar a las familias afectadas. Sin embargo, más de 200 millones permanecen aún en los arsenales. La mayoría pertenece a los países que no han firmado el tratado. Entre ellos destacan Estados Unidos, Rusia y China, tres de los mayores productores del mundo y miembros del Consejo de Seguridad.
El Tratado de Ottawa obliga a los Estados Parte afectados por las minas a limpiar, en un período de diez años, todos los campos minados existentes en su territorio, además de identificar y señalizar todas aquellas áreas sospechosas de estar infectadas por minas terrestres. Una tarea costosísima en tiempo y recursos que no podrá realizarse sin la colaboración comprometida y estable de los países donantes.
Con la actual financiación y tecnología del desminado, Naciones Unidas calcula que se podría tardar más de 1.000 años y 33.000 millones de dólares limpiar el mundo de las minas ya sembradas.
Las víctimas de la guerra pagan dos veces sus consecuencias. Un precio demasiado alto para las víctimas y la comunidad internacional.
El autor es Director de cine.
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