Sara Mosleh Moreno
En un mundo en el impera un capitalismo salvaje y deshumanizador, se busca nuevos paradigmas educativos para acabar con injusticias y permitir el desarrollo de personas libres e íntegras.
La llave de este cambio está en las escuelas que, como ejes vertebradores de la sociedad, pueden contribuir a formar personas más justas y felices, responsables de sus decisiones e inmunes al sistema consumista que domina nuestras vidas.
Sin embargo, la escuela muchas veces no es sinónimo de educación porque el actual sistema educativo aún se basa en la obediencia y en la competencia.
Durante el Siglo XIX y ante el avance de la Revolución Industrial se necesitaba una “masa” de trabajadores útiles para el sistema capitalista y, por ello, comenzaron a importar la idea de la educación prusiana. Las escuelas se organizaron como fábricas con instalaciones separadas, toque de timbres, horarios estrictos y una estructura verticalista. Así, los Estados con la excusa de la igualdad que suponía una educación pública, gratuita y obligatoria, encontraron un método eficaz para controlar el parecer de su población y mantener la estructura social.
Más de un siglo después poco o nada ha cambiado. La educación sigue fragmentada en asignaturas inconexas, los niños continúan encerrados en aulas alejadas de la naturaleza y la materia sigue siendo estática y sin movimiento, únicamente formada por palabras.
Por ello, no es de extrañar que los niños se aburran en clase y pierdan la curiosidad innata que les lleva a aprender, y que la genialidad en el pensamiento divergente, que es la capacidad para buscar más de una solución a los problemas y un ingrediente básico de la creatividad, caiga a medida que los niños pasan por la escuela, desde un 98% a los tres años de edad a un 30%, tras 10 años de educación. Tampoco que, en estos últimos años, haya habido un gran aumento en la tasa de Trastornos del Déficit de Atención diagnosticados en todo mundo. No es lógico que, para poder pasar por la escuela, uno de cada diez niños tenga que ser medicado con psicofármacos que anestesian sus capacidades y duermen sus grandes potenciales.
Frente a este panorama tan desolador surgen diferentes alternativas pedagógicas que buscan desarrollar las competencias necesarias que cada niño necesita para alcanzar el éxito en su vida y ser feliz. Estas escuelas integrales, a través de la interacción con un entorno natural, consiguen que los niños desarrollen su pensamiento crítico, su capacidad de comunicación y de trabajo en equipo, además de una gran inteligencia emocional. En ellas se respeta los distintos ritmos de aprendizaje e intereses de cada niño, y se fomenta la pregunta y la indagación antes que el consumo de ideas.
Así se forman personas que mantienen la alegría y las ganas de vivir propias de la infancia y se cumple el verdadero objetivo de la educación: lograr una buena calidad de vida.
La autora es periodista.
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