[Marcelo Arduz]

Despedida al Papa de Copacabana


Cuando a fines del 2004 acudimos a la Biblioteca Apostólica del Vaticano, a fin de recabar la necesaria documentación de respaldo para la comisión que en el país se formara para solicitar ante la Santa sede el pedido de beatificación de Francisco Tito Yupanqui, al buscar en los ficheros la palabra “Copacabana” no pudimos encontrar registrada ninguna obra de importancia…

Sin embargo, tras la decepción inicial, al revisar una voluminosa obra muy general sobre la Virgen María, encontramos a un escritor que nos sorprendió, no tanto por la cantidad de libros que había publicado (115 según bibliófilos expertos, sin contar las numerosas reediciones en Placencia, Viena, Austria, Colonia, etc. y las 32 obras inéditas que dejó a su muerte), sino porque todas estuvieran dedicadas a la Reina de los cielos, que inmediatamente nos abrió las puertas a más de una decena de otros autores latinos especializados en el tema, entre ellos Félix Astolphus, Ioachimus Brullos, Franciscus Bencius, Dominio Fabio Chisio, lones Bonifacius, sólo por citar algunos.

Con la indicaciones contenidas en uno de esos volúmenes, logramos determinar la ubicación exacta del templo que la orden de San Agustín había levantado en honor a “N. S. de Copacavana de San Idelfonso” (Sic.) en la hoy centralísima zona de Plaza España (calle Cabo las Casas de Fabula Alta, Pal. 6, Lar. 4.), cuya localización se había perdido por causa de la desaparición de la escultura en una de las crecidas del río Tiber y la ruina posterior de su templo.

La historia de esta milagrosa Virgen solamente guarda paralelo con la Candelaria Morena de las Islas Canarias, que en remotos tiempos arribara a su costa y los primitivos Guanches (considerados los últimos sobrevivientes de la desaparecida Atlántida) la veneraran en una gruta, pero así como llegó por el mar, un día desapareció en una de las crecidas de las aguas marinas, mencionando una leyenda que trasladó su trono hasta la otra orilla del océano, a ese pequeño mar interior que es el Titicaca.

Por rara casualidad, su autor Ippolytus Marraccius (1604 – 1675) cumplía ese año el IV Centenario natal, así es que ni corto ni perezoso envié al Decano de la Prensa Nacional el artículo titulado “…El cronista de la Virgen” (EL DIARIO 26-12-2004), en momentos en que en la Ciudad Santa o cualquier otro punto de la territorialidad italiana nadie se hubiera acordado de él.

Y la historia no terminaría ahí, pues al revisar luego en ese mismo repositorio una antología en 4 volúmenes publicada en 1782 por Pietro Bombelli, nos enteramos de que la efigie de posible autoría de Tito Yupanqui fuera coronada por el reverendísimo Capitulo de San Pietro como una de las más antiguas, milagrosas y de mayor devoción en la capital de la cristiandad universal.

Habiendo tenido la íntima satisfacción de escuchar ese fin de año, la homilía dominical de Juan Pablo en Castel Gandolfo, la residencia de vacaciones de los Papas, cuatro meses más tarde y poco antes de mi partida de suelo italiano sobrevino su deceso, pidiendo las multitudes agolpadas en la plaza de San Pedro su inmediata canonización; que cumplidos los trámites de rigor, el pasado año la consagró Francisco I en solemne ceremonia cumplida en el Vaticano.

Luego de su visita al país, que concluyó ayer con su partida a Paraguay, la Comisión para la beatificación de Francisco Tito Yupanqui finalmente pudo actualizar el pedido que en lejanos tiempos de la colonia planteara a la Santa Sede el Virrey Conde de Esquilache, que lo acredita ya como Venerable, y no solamente Siervo, como hasta ahora se lo considerara.

Si en 2014, durante su visita a Brasil Francisco fuera apelado popularmente como el “Papa de Copacabana” por el multitudinario recibimiento que recibiera en las famosas playas cariocas de ese nombre (derivado del de márgenes del Titicaca), a partir de su paso por la ciudad recostada a los pies del illimani, aquí se lo recordará por siempre como “EL PAPA DE LA PAZ”, como se lo muestra en un gigantesco cartel con la mano extendida soltando desde cielo paceño una paloma blanca, símbolo de su mensaje de paz y comprensión universal…

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