Con el supuesto objetivo de mejorar los ingresos económicos del país y más concretamente duplicar el Producto Interno Bruto anual (PIB), el Gobierno ha propuesto a los agricultores de Santa Cruz y algunos distritos orientales, habilitar este año (del que ya pasó la mitad) un millón más de hectáreas de tierras para la agricultura, aparte de incitarlos a pensar en llegar a los cinco millones de hectáreas en el próximo quinquenio.
La optimista solicitud, como idea económica, fue recibida con satisfacción por la opinión pública, pero al tratar de hacerse realidad produjo lógica decepción al chocar contra el muro de cemento armado de la realidad, por lo cual el proyecto de base ilusoria corre la suerte fatal de caer en saco roto y terminar en un enorme cero, debido a que es poco menos que imposible poner en cultivo tierras aún no “maduras” y labrantías y, además, es muy difícil y costoso utilizarlas porque no existen capitales para hacerlo realidad y, entre otros aspectos, tampoco se sabe dónde están esas tierras ni se sabe quiénes serán los encargados de hacerlas cultivables y cultivarlas.
En síntesis, es prácticamente imposible que en el presente año se habilite ese millón de hectáreas para la agricultura, confirmándose así que se trata de un sueño utópico de burócratas insensibles y satisfechos, que viven en el aire y llenan las dependencias del Estado, relacionados con el campo.
En efecto, como ese proyecto del millón de hectáreas es imposible de realizar, lo que más bien el Gobierno debería hacer es rehabilitar los casi dos millones de hectáreas cultivables abandonadas en la zona interandina del país, (dato del último Censo Agropecuario), en cuyas regiones de altiplano, valle y yungas, gran parte de las tierras que producían desde tiempos anteriores de la invasión incaica al Kollasuyo, hace 600 años, se están convirtiendo en arenales estériles y campos muertos. Mas propiamente, esas tierras han dejado de producir, ya no llenan los mercados con productos orgánicos baratos, permiten el contrabando masivo hasta de papas, obligan al Gobierno a hacer costosas importaciones y alejan día que pasa la dulce ilusión de la cacareada seguridad alimentaria y otras lindezas ofrecidas por el Gobierno.
Entre otros proyectos, sería más realizable volcar los ojos al altiplano, valles y yungas, donde en realidad sí existen las tierras preparadas y los hombres dispuestos a regenerar las tierras abandonadas en el último decenio. En efecto, alrededor de 500 mil familias indígenas y campesinas que abandonaron sus parcelas para invadir las ciudades de todo el país y el exterior, están dispuestas a volver a sus tierras y tomar el arado, aunque fuese el egipcio de madera tirado por bueyes, siempre que se les preste la atención necesaria. Inclusive gente de clase media, al tener facilidades para dedicarse a la tierra, podrían dirigirse a la agricultura, tendrían trabajo los agrónomos, como ocurrió en otras oportunidades en el país.
Sin embargo, este proyecto choca contra dos grandes barreras. La primera, hacer que esas 500 mil familias migrantes vuelvan al campo, y la segunda, aún más escabrosa, o sea el casi insalvable obstáculo de la actual legislación agraria en vigor (Ley INRA de Sánchez de Lozada con algunas reformas superficiales), con raíces en la Constitución de la última Asamblea Constituyente, disposiciones draconianas que han puesto toda clase de escollos, tanto para que los campesinos migrantes no vuelvan a la tierra abandonada, como para que no se habilite los campos de cultivo que antes producían con abundancia alimentos orgánicos que llenaban el estómago del pueblo.
Superados esos dos “pequeños” problemas, inclusive se rehabilitaría entre ocho y diez mil hectáreas de tierras de los yungas de La Paz y Cochabamba, cuyos cultivos de fruta, café, papa, verduras, etc. fueron erradicados, para dedicarlas al cultivo de la hoja de coca. Para completar esa nueva política agraria, se podría recuperar los más de 350 millones de bolivianos que desaparecieron en el Fondo Indígena y distribuirlos en ayudas adecuadas a los agricultores para que vuelvan a sus añorados solares, y la reforma de la obsoleta legislación agraria. Pero, ¿Quién le pone el cascabel al gato?
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