El Papa Francisco, por la fe, el amor y las esperanzas que sembró en nuestro país durante su corta visita, bien puede llamarse “Papa sembrador de amor, fe y esperanzas” en un mundo convulsionado, erosionado, envenenado, castigado, empobrecido de valores por males que lo laceran y castigan; un mundo donde el hombre ha sido obligado a perder la fe y ver en el día a día que se anquilosan sus esperanzas porque los males que padece con las guerras, los enfrentamientos, el armamentismo, el hedonismo, el narcotráfico, el contrabando, la corrupción, el terrorismo, la criminalidad en todas sus formas; un mundo que se ve urgido a encontrar condiciones de vida que le devuelvan al hombre su condición humana con las virtudes que recibió de Dios y que, muchas veces tan sólo por soberbia, se desechan, se malgastan, se ignoran y se hacen bases sustantivas para el sufrimiento.
El Papa Francisco, llegado a Bolivia con gran caudal de fe, amor, caridad, humildad y esperanzas, mostró caminos, trazó rutas, reconoció valores de los habitantes de este país, tomó contacto con el gobierno e instituciones, estuvo muy cerca de la jerarquía episcopal de sacerdotes y religiosos y mostró a todos las causas para la desunión y los caminos que se deben seguir para encontrar efectivos senderos de vida y salvación; imbuido de sanos y profundos sentimientos, mostró la profundidad y grandeza de las doctrinas de Jesús y, al abrir caminos para una profesión de mayor fe señaló sendas por las que se debe recorrer para vencer todo lo que es el sufrimiento, el abandono de la vida espiritual; se refirió a la profundidad de los corazones de cada uno de los bolivianos para que enaltezcan sus valores y anulen los escollos que impiden vencer las dificultades.
Fue claro sobre los derechos de los niños para quienes pidió que se les permita vivir su infancia y se les evite todo sufrimiento porque ellos no sólo son el presente sino el mañana que debe ser vivido con fe y esperanzas. Mostró amor y confianza en quienes están privados de libertad por faltas o delitos que hayan cometido en circunstancias diversas de la vida; hizo hincapié sobre los derechos de todos, sin exclusiones ni separatismos que rebajan la dignidad y que vulneran principios básicos de vida. Para él no hay campos donde el amor y la fe no siembren esperanzas que, más temprano que tarde, puedan fructificar en favor de todo el país. Pidió honestidad y responsabilidad a quienes tienen poder político, económico, social, cultural o de cualquier naturaleza porque todos esos poderes son dones otorgados por Dios y no son concesiones graciosas o gratuitas de nadie.
Incidió en la necesidad de obrar con respeto, diálogo, responsabilidad, amor y solidaridad en favor del bien común al que todos debemos contribuir para que sea de beneficio para todos; consideró que la Iglesia debe vivir y actuar en pro del bien general de los pueblos que son obra de Dios que es preciso preservar, cuidar y fortalecer en su crecimiento. Condenó ácremente al materialismo y lo mostró como causa del sufrimiento humano porque desprecia los valores y hace escarnio de lo bueno que tiene la humanidad; fijó claramente las metas del sentido que se debe dar a la economía y, para ello, pidió que se comprenda que no es suficiente tener dinero en los bolsillos cuando hay pobreza en el corazón porque éste es depositario de fe, amor y solidaridad en pro de todos sin distinciones ni reticencias que son ofensivas y complotan contra la vida plena del ser humano.
Fue claro, categórico y terminante en los juicios sobre el comportamiento de la jerarquía eclesiástica, de los sacerdotes y religiosos al mostrarles que el deber debe cumplirse con grandeza y humildad de corazón, que su misión sacerdotal debe ser cumplida amplia y dignamente, que el respeto y consideración por los fieles deben concretarse en servicio y entrega, en amor y humildad con las múltiples ofertas que permite la práctica de las enseñanzas evangélicas. No hay servicio sin amor y no hay amor sin humildad y no puede haber humildad sin vocación de solidaridad, expresó en palabras muy claras.
Fueron lecciones de vida que desparramó el Papa, lecciones que pueden ser aprendidas y practicadas siempre que haya la voluntad de amar, servir, siempre que primen los intereses de los demás antes que los propios; lecciones que pueden ser constructivas para hacer que la vida sea digna y plena; lecciones que, con seguridad, pueden ser cimientos de una esperanza no sólo para alcanzar mejores condiciones de vida sino de conseguir el desarrollo armónico y sostenido del país; lecciones que, de ser práctica de los que gobiernan, pueden ser instrumentos para el mejor servicio, para una efectiva y constructiva administración de los bienes hechos país y que fueron confiados a quienes fueron investidos de autoridad para hacer, realizar, construir, fortalecer, dignificar, distribuir con equidad y bajo principios de justicia y ecuanimidad.
Lo más resaltable de la visita de Francisco fue su absoluta sinceridad para plantearlo todo, para mostrar la realidad en que se vive, para condenar todo lo que margina y daña al ser humano, para demostrar cuánto mal pueden hacer doctrinas equivocadas que en nombre del desarrollo prometen cambios de los que no participan; para señalar caminos de armonía entre todos donde la exclusión sea abandonada y la unidad en amor y concordia sean parte fundamental de la dirección o administración del país.
Admirable es el estoicismo y valentía con que se comportó durante su visita porque el viento frío le hizo varias bromas, el intenso frío lastimó su cuerpo y las situaciones difíciles que habrá encontrado no le arredraron, al contrario, parece que fortalecieron más su espíritu para soportarlo todo.
En próximas notas trataré de comentar la palabra del Papa, su amor y dedicación a los bolivianos, sus enérgicas recomendaciones y, sobre todo, repetir sus mensajes llenos de sabiduría que muestran caminos para una fe indeclinable en Dios y en las virtudes del ser humano.
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