Cuán importante sería que nuestras lecturas pudieran retenerse en la memoria. Los lectores serían unos eruditos. Gran parte del conocimiento lo llevaríamos con nosotros porque a lo largo de una vida es mucho lo que se lee aunque el individuo no sea un gran lector. Si recordáramos la mitad de lo que hemos leído sería grandioso. ¿O seremos sólo algunos los desmemoriados? ¿El resto de las personas habrá retenido lo que leyó? Eso es imposible, aunque algunos de memoria privilegiada puedan rescatar de la mente, más libros, más páginas, más ideas que otros.
No cabe duda de que con la edad flaquea la memoria y eso es inevitable. A veces se habla en una tertulia de un autor que nos parece desconocido y luego resulta que lo leímos hace mucho o muy poco. Se opina sobre un libro que nos parece extraño y en cuanto se describen algunos pasajes regresa a nuestra mente el conjunto íntegro del argumento. Peor todavía, en la biblioteca, en el escritorio, encontramos libros que ya leímos y de los que no recordamos nada; empezamos a hojearlo con gran interés y de pronto, pasadas algunas páginas, nos damos cuenta de que lo habíamos leído y hasta habíamos escrito o platicado sobre el mismo.
¿Cómo es posible que la memoria sea tan ingrata? ¿Cómo puede ser que hayamos pasados horas y días, meses y años, leyendo, y que la mayoría de nuestras lecturas se pierdan en los insondables rincones de nuestro cerebro? Existen, desde luego, libros que jamás se olvidarán, porque han sido los que modelaron nuestra personalidad, fueron los que más influyeron en nuestra formación. Habrá clásicos de la literatura o de la historia que no se escapan de nosotros, que permanecen atrapados, esculpidos en piedra en nuestra memoria, recordados siempre. Si así no fuera, el individuo volvería a la ignorancia del infante, del niño. Eso debe suceder cuando la mente del individuo se atrofia por enfermedades propias de la vejez que hacen perder todo recuerdo, hasta lo más familiar y entrañable.
Pero lo anterior es un ejemplo extremo que sale de lo que queremos abordar: la lectura y el olvido. Creemos que la ingratitud de las lecturas se percibe cuando más se lee. Si se lee poco o no se lee se olvida menos o no se olvida nada, naturalmente. Leer seguidamente cuatro o cinco libros de un autor que salta a la fama cuando ya tenía escritas una decena de obras y no había sido descubierto o redescubierto, es terrible. Sólo con los casos de Sandor Marai e Irene Nemirowsky hemos caído en un pozo profundo, lleno de paisajes hermosos o tristes, hombres y mujeres entrañables u odiosos, de guerras y desgracias. Después de leer una decena de novelas de Marai y casi otro tanto de la Nemirowsky, resulta que las primeras obras las tenemos perfectamente claras y definidas, pero las otras, mientras no las releamos, crean toda una amalgama de personajes y escenarios, que se convierten en un novelón confuso que ronda esquivo por nuestra cabeza.
La historia, al parecer, es menos ingrata que la novela. A los grandes personajes de la historia difícilmente se los puede olvidar, como no se olvidan los grandes acontecimientos de la Humanidad. Eso es natural porque son actores o sucesos con los que nos encontramos siempre, en cada instante. Entre los guerreros, Alejandro, Aníbal, César, Federico, Napoleón o nuestro Bolívar, no desaparecerán nunca. Eso, sin mencionar a los grandes pensadores, artistas, científicos, políticos, que los prefiere una gran parte de los lectores.
Concluimos entonces en que leer novelas que provocan la avidez de devoradores de libros no siempre dará la satisfacción de ser recordadas enteramente. No la gran mayoría en todo caso. Queremos pensar entonces que uno no lee para recordar lo leído, sino que la literatura no es otra cosa que un placer. El placer de leer la buena escritura. Quiere decir que el estilo de la narrativa, la corrección del escrito, es tan importante como la historia que se cuenta, como la trama que seduce, o más todavía.
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