I
José Carlos García Fajardo
La mayoría de los padres cree que a ellos les tocó vivir momentos más duros y que fueron más trabajadores y más respetuosos que sus hijos. Los padres tropiezan y dudan cuando tratan de inculcarles los valores que creen deben regir sus vidas en un futuro que adivinan laboral y socialmente complejo: esfuerzo en los estudios, diversión responsable, disciplina, solidaridad, el respeto o la promoción de los afectos. Los progenitores arrojan la toalla y delegan en profesores o en el psicólogo. Lo hacen tras haber llegado al convencimiento de que su capacidad de influencia es casi nula. Sienten que estuvieron sometidos a sus padres y ahora a sus hijos.
Pero querer a un hijo no es obligarlo a que viva con nuestras verdades sino ayudarlo para que pueda vivir sin nuestras mentiras. Ante la supuesta irresponsabilidad de los jóvenes, Sócrates escribía hace ya 25 siglos: “Los jóvenes de ahora aman el gasto, tienen pésimos modales y desdeñan la autoridad. Muestran poco respeto por sus superiores y ya no se levantan cuando alguien entra en casa. Prefieren perderse en charlas sin sentido a practicar el ejercicio como es debido, y están siempre dispuestos a contradecir a sus padres y a tiranizar a sus maestros”.
Siempre ha habido confrontación entre generaciones, pero ahora resulta alarmante por descontrolada. Y entiendo que es un síntoma de vigor y de esperanza, porque expresa una disconformidad con una realidad social que no les gusta. Por injusta e insegura, por imprevisible e insolidaria, porque no pueden comprenderla y no encuentran su puesto en ella. Ese malestar lo expresan a gritos o con silencios que hieren, encerrándose en sus cuartos o aislándose tras los auriculares que les conectan a los MP3.
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