Siempre es molesto escribir sobre temas, por importantes y ciertos que sean, que molestan, contradicen, fastidian, hieren orgullos y soberbias y, sobre todo, buscan rectificar caminos, corregir yerros, enmendar políticas, realizar cambios y, en casos, hasta pedir que se cumplan promesas. Este es el caso de las ciencias económicas, una ciencia y factor rector de países, pueblos, instituciones, familias y personas porque la economía es el camino para encontrar medios y sistemas de bienestar para quienes la practican, pero la practican bien y no hacen de ella experimentos.
En los últimos años -especialmente por los ingentes ingresos habidos por las ventas de gas al Brasil y la Argentina- hemos vivido una especie de auge financiero; el Gobierno no se cansó de jactarse de haber logrado reservas que, hasta hoy, sobrepasarían los 15 mil millones de dólares -cuyo parangón está en deudas externa e interna (+/-) $us. 13 mil millones-, reservas que, en ningún tiempo del pasado se habían logrado; pero, es de reconocer que ese cuadro de reservas no sólo ha sido obra exclusiva del Gobierno; es, simplemente, efecto de medidas que se habían tomado en el pasado en relación con la producción y las ventas de gas y, fundamentalmente, por los precios internacionales del petróleo. Lo bueno y beneficioso que hizo el Gobierno fue aumentar, sustancialmente, impuestos y regalías por las ventas de gas; esto, innegablemente, contribuyó a la bonanza financiera; pero, por otro lado, se contradijo lo bien hecho con nacionalizaciones y estatizaciones que causaron más daño que bien a nuestra economía. La bonanza hubiese sido mayor si efectivamente se producía, se garantizaban inversiones, se apoyaba consciente y responsablemente a la producción y creación de riqueza y empleo, se combatía a la corrupción y al contrabando y se libraba guerra sin cuartel contra el narcotráfico.
Ahora, el panorama se presenta sombrío: vivimos con un dólar barato del que se benefician otros países, especialmente vecinos, porque nos compran dólares y nos venden su producción. Nos negamos, sistemáticamente, a devaluar nuestra moneda aun teniendo conocimiento pleno de que los demás países, más desarrollados que el nuestro y con fuerte producción y exportaciones, lo hicieron. Así, Brasil devaluó su moneda en 33%; Colombia, 35%; México, 19%; Chile, 15%; Perú, 13%; Argentina, 10%. Por su parte, China, la segunda potencia económica mundial que atraviesa por una crisis monetaria notable, ya dispuso la devaluación del yuan en un 2%; nada raro que adopte medidas drásticas para corregir yerros de su economía capitalista (en lo político, siguen las reglas del comunismo).
Nosotros nos mantenemos con una divisa cuya cotización es de Bs. 6.96 por dólar estadounidense. En nuestra creencia equivocada, sentimos que por ser EEUU una potencia capitalista, no hay que tomarlo en cuenta para adoptar medidas económicas; pero, a pesar de todo lo que se diga y piense, el Gobierno y el país somos capitalistas y quiérase o no, practicamos los modelos del capitalismo. ¿Quién puede entender estas situaciones? ¿Cuándo aprenderemos a manejarnos con veracidad y conforme a lo que somos, producimos y queremos desarrollar? ¿Hasta cuándo creeremos que somos un país en inmejorables condiciones y hasta “mejores que Suiza”? ¿Cuándo convendremos en que somos un país pobre y subdesarrollado que precisa de inversiones, de vivir realidades monetarias, de entender que la economía no es un juego de niños y que precisa de políticas serias, constructivas, honestas y responsables? ¿Hasta cuándo la idea de ser un país con una economía “blindada” sin que en nada se muestre o demuestre ese blindaje que es, nada más y nada menos, que una palabra o una pose populista y demagógica que sirve para desorientar al pueblo? Finalmente, ¿cuánto durará el dispendio de dinero, por ejemplo la construcción de un “palacio del pueblo” invirtiendo 250 millones de dólares, suma que serviría para edificar muchas escuelas y varios hospitales bien equipados en el país?
Vivir realidades sería bueno para gobernantes y gobernados. Debemos, pese a quien pese, devaluar nuestra moneda, anular subvenciones, gobernar con austeridad, combatir el ingreso de artículos de uso y consumo de países vecinos por nuestras extensas fronteras que, pese a contar con fuerzas armadas, están expeditas para el contrabando. Se sostiene, con inocencia que pasma, que nuestro crecimiento será superior al 5% en esta gestión y la verdad se encargará de mostrar cuán poco se hizo para que esos porcentajes sean ciertos porque, pese a los optimismos inocentes del empresariado privado nacional, no es tan bonancible nuestra situación económica; es, en resumidas cuentas, débil, pobre y subdesarrollada. No tenemos, ni de lejos, la capacidad productiva de países vecinos que sí están en condiciones ventajosas y privilegiadas en relación con nosotros.
Ese empresariado nacional, conjuntamente la colectividad - excepto la banca que siempre gana y en cualquier situación su posición es bonancible-, requieren, con urgencia, que se devalúe nuestra moneda, que se viva realidades, que se piense que la producción interna, por poca que sea, merece respeto y consideración para que crezca, se reproduzca, logre utilidades, cree empleo, exporte y compita con otros países; en todo caso, que salgamos de la pobreza y la dependencia que lastiman, avergüenzan y postergan porque al margen de las importaciones legales, importamos, por vía ilegal hasta automotores, maquinarias, repuestos, manufacturas, medicinas, alimentos y, para mayor mal de nuestros errores, exportamos dólares, euros y monedas duras que significan una sangría para la pobre, pobrísima economía nacional.
El Gobierno, si analiza, en conciencia, la verdad en que se vive, tomará las medidas necesarias para que la economía sirva mejor a los bolivianos y no siga al servicio de países vecinos, del contrabando, de la corrupción y, directamente o no, del narcotráfico y delitos que causan inseguridad y hasta cobran vidas de personas. Es preciso, pues, adoptar medidas serias alejadas de susceptibilidades o de creer que “todo es condenas al régimen” y, hay que entender que la verdad no ofende ni lastima ni denigra ni daña ni hace peligrar la seguridad e integridad de nadie; al contrario, construye porque muestra luces que hasta los ciegos pueden percibir.
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