En el golpe de Hugo Banzer, 21 de agosto de 1971, aviones Mustang irrumpieron sobre la ciudad y en el segundo de dos vuelos rasantes ametrallaron a los civiles apostados en el cerro Laikaq’ota. Cuando les llegó el granizo de las balas, esos combatientes estaban cantando el himno patrio, celebrando, trágica y paradójicamente, que la FAB hubiese salido a defender al régimen de Torres en cumplimiento del pacto “Aguilita Voladora” convenido en abril de ese año con el líder obrero Lechín Oquendo.
La Embajada de Estados Unidos, la colonia alemana manejada por los hermanos Gasser, el MNR de Paz Estenssoro y Ciro Humboldt, FSB de Gutiérrez y Valverde Barbery, el “Ejército Cristiano Nacionalista”, los paramilitares a órdenes del nazi Klaus Barbie y los maleantes de la banda “Los Marqueses”, entre otros, secundaron rabiosamente a los ejércitos en la represión ventajista contra el inerme pueblo.
Sin partido político propio, con la Asamblea Popular ajena a su proyecto progresista, con la fuerza aérea ya del otro lado y, en fin, con todas las guarniciones militares en su contra, Torres entendió, al fin, y tarde, que el pueblo era su primer y único bastión confiable. Y que estaba siendo arrasado.
A las 07.10 de la noche, el presidente pronunció su último discurso por radio Illimani, la emisora del Estado, cabeza de una red de 25 radios sindicales del país que habían transmitido “en cadena” durante ese sangriento día.
En el limbo de las cosas consumadas, Torres dijo todo y nada: “A los obreros, campesinos y estudiantes que combaten denodadamente contra el golpe falanjo-gorila-movimentista, vaya toda mi gratitud. Les digo (…) que yo como presidente de los bolivianos me siento orgulloso de la valentía y las decisiones de los trabajadores, universitarios y soldados revolucionarios. Adelante en nombre de la patria, pueblo heroico, invencible e inmortal. Viva Bolivia”.
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