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La tensión en la frontera colombo-venezolana mantiene alertas a las cancillerías de la región, con la mitad cruzando brazos como quien contempla un incendio peligroso y espera que el fuego se extinga solo y la otra mitad conforme con que las puertas de la casa sean cerradas para que el desastre no se vea.
El presidente venezolano Nicolás Maduro cruzó la línea sin retorno hace tres semanas cuando cerró pasos comerciales importantes la frontera, y comenzó un bloqueo que ahora amenaza extenderse sobre toda la línea divisoria superior a los 2.200 kilómetros. El presidente Juan Manuel Santos trasladó durante un par de días gran parte de su gobierno a Cúcuta, la principal ciudad colombiana fronteriza con Venezuela, en una acción de enorme efecto interno y externo. Allí llegaron embajadores y altos funcionarios para observar la magnitud del insólito desplazamiento forzoso.
Maduro responsabiliza a Colombia de casi todo lo que ocurre en Venezuela. Un gobernador oficialista proclamó alborozado que las largas filas para comprar alimentos desaparecieron tras el cierre fronterizo. El alborozo no pasaría de una semana. Hasta la criminalidad era atribuida a los colombianos, lo mismo que, por supuesto, la caída vertiginosa del bolívar.
La frontera binacional fue siempre brasa. A la sombra de los desequilibrios entre un lado percibido como rico y a menudo despreocupado con su dinero, y otro agobiado por las penurias de una economía de recursos escasos y mal distribuidos florecieron las guerrillas hace medio siglo. Nombres como “Tiro Fijo” (Manuel Marulanda) o Camilo Torres recorrieron el mundo en coplas sobre una lucha sin fin. El final tomó cuerpo en diciembre de 2014 cuando Cuba y Estados Unidos iniciaron el camino del reencuentro y el hechizo lánguido que aún producía La Habana empezó a perder luz con rapidez.
Los desequilibrios se han vuelto abismales con las políticas económicas del régimen social-chavista que hacen que el equivalente en dólares de dos bolivianos (correcto) permita llenar con holgura un tanque de gasolina de 60 litros, o que un litro de leche que en Venezuela cuesta 200 bolívares se pueda vender por un valor 70 veces superior en Colombia. Un país con esas diferencias no es serio y nadie negaría que parece bajo liquidación apresurada. Venezolanos o colombianos, muy pocos desperdiciarían la oportunidad.
Nadie habría objetado que Maduro intentase corregir esa situación de manera civilizada. Pero ha querido tapar el dique con un dedo engatillado, ha afectado a miles de colombianos y su imagen ha recorrido el mundo equiparada a la de déspotas cuya evocación aún causa escalofríos.
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