La familia de bellas aves danzantes

Marcelo Arduz Ruiz


El ñandú es un habitante propio de las pampas y llanos del sur de Sudamérica.
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El Ñandú es la mayor ave del Nuevo Mundo, con una longitud máxima de 1, 3 m. y un peso de hasta 30 kg., conocida también como avestruz americano, aunque aquí es necesario mencionar que su pariente africano, con una talla de 180 cm. y 130 Kg. de peso, es el ave más grande de todas las que han logrado sobrevivir has-ta nuestros días, incluyendo a sus antecesoras prehistóricas: el Dyatrima y el Pororacus, e inclusive en épocas históricas el Aepyornis o Pájaro Elefante, la mayor de las aves en todos los tiempos (incluidas las especies antes mencionadas), con cerca de cuatro metros de altura y un peso equivalente a casi cuatro paquidermos.

Mientras la especie aludida forma la familia Estrutioniforme (del latín Strutio: avestruz y eidos: forma), las tres variedades de las corredoras sudamericanas: además del ñandú común, el choique de la Patagonia y el Suri andino, se reúnen en la familia de las Reiformes (nombre derivado del latín científico rhea: ñandú), presentan-do entre otras características la poligamia (que la identifica por igual con las strutionidas); el pie tridáctilo (a diferencia del avestruz de dos dedos); y pese a contar con alas desarrolladas, por carecer de cola da la impresión de carecer también de alas.

Entre las anteriores características, llama la atención que mientras cada macho detenta su propio harén y arremete a pico-tazos y patadas a cualquier rival que osara aproximarse a sus dominios; la nidificación, incubación y crianza de la prole se halla a su exclusivo cuidado. Luego de excavar en el suelo un hoyo poco profundo que rodea con paja, todas las hembras desovan en el mismo nido, que suele cobi-jar unos 50 huevos, veinte veces más grandes que los de gallina. Al nacer los polluelos su cuidado también corresponderá al abnegado padre, hasta que tras mes y medio los polluelos se independizan de sus progenitores.

Pasada la época de celo, olvidando rencores por causa territorial los machos se integran con todo su harén a la manada (no bandada, como se dice), que en décadas pasadas reunía a muchas familias en un número mayor al medio centenar de individuos, costumbre que en la actualidad se ve afectada por la reducción cada vez mayor de su hábitat y otras amenazas atinentes a su sobrevivencia. Si hasta hace pocos años, el peligro se focalizaba en las pampas argentinas, donde la cace-ría era un deporte compartido por varios jinetes, con uso de boleadoras y hasta apoyo de jauría; hoy sin mayores aspavientos la silenciosa matanza continua pa-ra satisfacer la demanda en el comercio de sus plumas, para emplearlas en la confec-ción de plumeros y la indumentaria que acompaña a la ejecución de diversas dan-zas folclóricas. Aunque sus plumas son menos finas y cotizadas que las del aves-truz y se las sustituye con éxito por artifi-ciales en el famoso carnaval brasileño, en Bolivia la depredación continúa y pese a que la especie se adapta al cautiverio ja-más se la cría con fines comerciales, como sucede por ejemplo con el Avestruz africa-no.

En realidad, bajo pretexto de fomento a la danza se le viene cortando el pellejo a una gran damisela danzarina en todos los dominios del reino animal. El nombre mis-mo del Ñandú, imita el grito del macho en el galanteo de las hem-bras, cuando delante de ellas en la época de celo se desplaza con las alas extendidas y colgantes, dando trancos que va acortando para pa-sear con majestuosa pose y antes de reanudar la danza inclina la cabeza emitiendo sonora y grave voz. Si Disney en los dibujos ani-mados convirtió al avestruz en ico-no del ballet, en el ave sudameri-cana podemos rastrear reminis- cencias que la vinculan a los oríge-nes mismos del famoso baile de la “chacarera”.

En relación a la especie más pequeña de la familia: el Suri o ñan-dú andino (Pterocnemia penna-ta), también conocida como ñan-dú enano o petizo a causa de su estatura (alrededor de 91 cm.), que habiendo desaparecido de zonas más pobladas se recluye en las altiplanicies de Oruro y Potosí principalmente, mientras las otras se hallan distribuidas en la llanura oriental desde el norte brasileño a la Patagonia, el antro-pólogo Mauricio Mamani Pocoaca en colaboración con el ecologista Carlos Capriles, recientemente ha lanzado el libro titulado “Suri awicha, la doncella andina” motivado por el salvataje de la especie amenazada por su desaparición; además que en otra obra de su autoría sobre toponimia, la misma especie aparece otorgando nombre a la isla Suriqui. Aquí se opera un fenómeno opuesto al verificado en la Isla de Khala Uta, que décadas antes siendo península que se transforma en insula atribuible al descenso del nivel de las aguas lacustres; mientras en remotos tiempos esta penín-sula se alejó de la costa al aumentar los deshielos de la cordillera, conocida en la actualidad por el nombre derivado de la costumbre que estas aves atrapadas en su radio tenían de bajar a la zona deshabitada del sur a descansar (del aymara Suri: ñan-dú andino e Iki: dormir), pero al paso del tiempo la especie se extinguió a causa de ser empleada su carne y huevos en el con-sumo alimenticio de la comunidad del lugar.

Por esta misma circunstancia, resultaría interesante motivar a sus pobladores a restablecer la especie extinguida en el que podría estar destinada a ser el primer cria-dero de Suris a nivel nacional, que además de comercializar carne y huevos en nove-dosos restaurantes típicos, podría obtener dividendos al comercializar sus cotizadas plumas destinadas a las diversas festivida-des folclóricas en el territorio nacional, añadiendo al armado de embarcaciones de totora y artesanías en este rubro, un atractivo turístico más hacia la isla que os-tenta el nombre de esta ave.

 
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