Nazaret Castro
Los pequeños frutos rojos que da el árbol del café son la base de algo más que una bebida: un acto social implantado en muchas culturas. Es, también, un lucrativo negocio: el café es la infusión más consumida del mundo y mueve anualmente unos 71.000 millones de dólares, según datos de la asociación Fairtrade España.
Por la idiosincrasia de esta planta, a diferencia de otros cultivos para la exportación, la mayor parte de la producción corresponde a pequeños campesinos: 25 millones de agricultores producen el 80% del café que se consume en el mundo. Esta planta da trabajo a 100 millones de personas y es, para algunos países, su principal fuente de divisas. En Etiopía, Colombia o Brasil, el café atraviesa transversalmente el territorio y la historia.
El café es, también, una metáfora de la desigualdad que deja la división internacional del trabajo en el sistema capitalista global. Como dejó escrito Eduardo Galeano en “Las venas abiertas de América Latina”: “el café beneficia mucho más a quienes lo consumen que a quienes lo producen. En los Estados Unidos y en Europa genera ingresos y empleos y moviliza grandes capitales; en América Latina, paga salarios de hambre”.
Lo cierto es que la cadena de producción, distribución y comercialización del café evidencia una radical desigualdad entre el poder de negociación de los países que lo cultivan y exportan y aquellos otros que lo distribuyen, comercializan y consumen. Un informe del IAASTD (International Assessment of Agricultural Knowledge, Science and Technology for Development) aporta la cifra: el café por el que se le paga 0,14 dólares a un productor en Uganda, costará 42 dólares en una cafetería inglesa. El precio se multiplica por 300 y, según ese mismo estudio, el gran salto se produce en la fase de distribución: de dos dólares al salir de la fábrica, ya procesado, a más de 25 que cuesta en el supermercado. El resultado: millones de pequeños agricultores en la miseria, mientras el sector está, cada vez más, bajo el control de grandes multinacionales como Sara Lee (Marcilla), Nestlé (Bonka) y Kraft/Philip Morris (Saimaza).
Además de a las presiones para que abaraten sus costos, los campesinos cafeteros se ven asediados por la imprevisibilidad de los precios internacionales del café, que sube o baja no en función de la demanda, sino de la especulación en el mercado. Si esta situación afecta a todas las commodities, las consecuencias son especialmente graves en el caso del café, pues se trata de un cultivo que tarda entre dos y cuatro años en dar los primeros frutos, y una vez lo hace, garantiza la cosecha durante veinte años. Esto significa que los productores no pueden adaptarse a los vaivenes de la demanda internacional, ya que ante una caída en los precios internacionales del café, el efecto inmediato no es una disminución de los cultivos, sino el empobrecimiento masivo de millones de familias campesinas, como pasó en Colombia y Perú en los años 90.
La injusticia de este modelo se basa, en gran medida, en la profunda desconexión entre productores y consumidores, que deja al oligopólico sector de la distribución con un gran poder de negociación y, por tanto, se lleva el grueso de los beneficios…
Nazaret Castro es periodista de Carro de Combate.
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