Anti-patria y democracia

La campaña para el referéndum de 2016 se anuncia especialmente dura, incluso para los estándares de nuestra vida política, que no destaca precisamente por su moderación y equilibrio. Signo inequívoco, constatamos la pasión, algunos dirían violencia, con la que ministros y dirigentes sociales han atacado a quienes proponen votar por el No al cambio constitucional.

El discurso gubernamental a favor de la reelección se sustenta, hasta ahora, en dos argumentos principales: el carácter indispensable del Presidente para continuar con una exitosa gestión; y el riesgo de que una victoria del No implique una especie de retroceso histórico, dando lugar al retorno de la “anti-patria” o “la derecha”. Cabe anotar que estas categorías, extraordinariamente ambiguas, engloban al parecer a todo el que disiente con el gobierno. De ambos argumentos, solo el segundo tiene un carácter esencialmente antidemocrático.

En efecto, no hay nada pernicioso en defender la necesaria continuidad de un líder indiscutible y aparentemente irremplazable. Si bien se asemeja sospechosamente a un dogma religioso, es posible todavía debatir acerca de su pertinencia, en un marco democrático. En última instancia, no concebir otro liderazgo para Bolivia es, como mínimo, una inquietante falta de imaginación, algo que nunca ha sido un obstáculo para la democracia, aunque tampoco la fortalece.

Más preocupante y peligroso es el segundo argumento, que equipara oponerse a la reelección con una suerte de traición a la Patria, justificando que se ataque y denigre a quienes promuevan el No en el referéndum. Lo curioso es que, bajo esta lógica y tomando en cuenta algunos sondeos de opinión, cerca de la mitad del electorado boliviano estaría constituido por traidores en potencia. Útil en lo inmediato, este argumento constituye un error de estrategia que no aporta en la construcción de una sociedad tolerante e inclusiva.

Es comprensible que el Gobierno haya desempolvado el viejo fantasma de “la anti-patria” y recurra tanto a la confrontación como a la descalificación moral del adversario para movilizar a sus bases. Sin duda, nada motiva tanto como un enemigo bien definido, y nada mejor que despojar a este enemigo de cualidades humanas, para evitar la tentación del compromiso y el diálogo. Sin embargo, en una visión de largo plazo, no se puede consolidar un régimen democrático sin aceptar como principio de base el valor y la dignidad de todos nuestros adversarios. En definitiva, se trata de aceptar, en un gesto de apertura y humanidad, que todos los habitantes de este país conformamos una sola comunidad, una nación.

La democracia no es, por supuesto, una garantía de paz social, ni el orden democrático implica la ausencia de conflictos. En ese sentido, Bolivia tiene aún un largo camino por recorrer antes de resolver sus principales problemas y divisiones. De lo que sí se trata, sin embargo, es de aceptar que la resolución de conflictos no pasa por silenciar o destruir al adversario.

Aún no entramos de lleno en la campaña, y el Gobierno tiene todavía la oportunidad de cambiar de discurso y recurrir a argumentos positivos, que los hay, antes que a la confrontación. Sus estrategas están a tiempo de hacerlo, si no por convicción y movidos por el deseo de consolidar nuestra democracia, al menos por cálculo político. En efecto, ¿es posible señalar a la mitad del electorado como traidores potenciales sin perder votos y apoyo en próximas elecciones?