La escritora Verónica Ormachea -elegida jurado del Premio Cervantes de las letras- ha presentado en Santa Cruz un libro que, bajo el título de Los Infames, reunió a un selecto grupo de personas en el Goethe-Zentrum de la plaza principal. Se trata de una novela que hace sufrir, permanentemente, la tragedia de la guerra. Y no de cualquier guerra, sino de la última conflagración mundial, donde murieron decenas de millones de personas.
No deja de ser extraño que una narradora boliviana escriba sobre acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, pero, en este caso -además de otros protagonistas muy importantes- aparece la figura del multimillonario empresario judío-alemán Mauricio Hochschild, tan conocido en Bolivia por haber sido uno de los tres “barones del estaño” durante la primera mitad del siglo pasado.
La novela es muy interesante, narra todas las desgracias que surgieron con la “solución final” al problema judío, que, como sabemos, no era otra cosa que su exterminio masivo en los campos de la muerte. Parajes alejados de los centros poblados, ubicados en los territorios ocupados por Alemania preferentemente en la Europa del este, es donde se procedió a los asesinatos de manera cautelosa para evitar que los conociera la población civil. Eso ahora lo sabe el mundo entero.
¿Pero qué tiene que ver Hochschild con todo esto? ¿Qué tiene que ver un minero que estuvo a punto de ser fusilado por el presidente Busch y que fue secuestrado durante el gobierno de Villarroel? ¿Qué un hebreo explotador de mineros, siempre en la mira de los nacionalistas salidos del Chaco, que estaban a punto de desatar la Revolución Nacional? Pues que Hochschild -según nos cuenta Verónica Ormachea- se dedicó a traer a nuestro país, desde antes que Hitler invadiera Polonia, a cuantos judíos podía, debido a que Bolivia era una de las pocas naciones que otorgaba visa a quienes querían salir de lo que pronto sería una trampa mortal.
Iniciada la contienda, la situación se complicó y pese a que Bolivia continuaba recibiendo judíos (de algunos países devolvían a Europa vapores atestados de fugitivos que morirían en las cámaras de gas), la demanda era tal que surgió la corrupción en embajadas y consulados bolivianos. Un pasaporte para conservar la vida podía costar muchos miles de dólares de la época. Y tal vez hasta la fortuna hecha durante años, ya que vivir siempre sería más importante.
Según la novela de Ormachea, Hochschild llegó a falsificar pasaportes y visas para continuar con su labor de humanidad y caridad. Y lo que parece inverosímil, aunque la autora afirma su certeza, es que Mauricio Hochschild hubiera viajado hasta la Alemania en guerra para tratar de salvar a algunos parientes y conocidos, sin lograr su propósito. Ir a la Alemania bombardeada y enfurecida era casi un suicidio. Hochschild habría ingresado con un pasaporte diplomático argentino y pudo burlar el asedio de los organismos de seguridad alemanes que sabemos muy bien cuan eficientemente funcionaban.
Si todo lo que se cuenta en Los Infames es cierto respecto de Hochschild, se hace ver, con justicia, una vigorosa faceta desconocida del hombre. Rescatar sentenciados a muerte y darles trabajo en sus minas, nos lleva, evidentemente, a pensar en Schindler o tal vez en el embajador sueco Folke Bernadotte, quien también salvó a muchos judíos durante la contienda.
Un escritor famoso como el español Javier Moro, es quien dice, a propósito del libro de Verónica, seguramente que sorprendido también, que Hochschild tuvo la grandeza de convertirse en un auténtico Schindler boliviano. Salvar a gente sentenciada y darle el pan. En ese odio cerril en que nos debatimos los bolivianos cuando se trata de adversarios políticos o cuando aparecen las diferencias económicas o sociales, no está mal, aunque hayan pasado muchos años, que se haga algo de justicia. No importa que sea un poco de bálsamo, para aliviar nuestros ánimos en épocas de intolerancia y cuando cada quien es dueño de su verdad y el resto no sirve para nada.
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