Entre cartas, poemas y cuentos
Juana Ibarbourou (1895 – 1979, uruguaya.)
Yo amo las noches de lluvia. Son de una
intimidad intensa y dulce como si
nuestra casa se convirtiera, de pronto,
en el único refugio tibio e iluminado del
universo. Los objetos que nos rodean
adquieren una familiaridad más afectuosa y
más honda; la luz parece más límpida; el
fuego, la mecedora, los ovillos de lana,
el lecho, las mantas, todo es más nuestro y más grato.
La alcoba, realmente, se convierte en nido, en nido caliente y claro y sereno, en medio del viento gruñidor, de la lluvia furiosa o mansa, del frío que hace acurrucar cabeza con cabeza a las parejas de pájaros. Me imagino mi casa, entonces, como un pequeño y vivo diamante apretado entre el puño de un negro gigantesco. ¡Qué beatitud! Hago por no dormirme para gozar esas horas de gracia
propicias al ensueño y al amor. Pero a veces,
también, me asalta de pronto la visión de
pobres ranchos agujereados, de chicos
friolentos, de mujeres que no tienen como yo
un casa tibia ni una abrigada cama blanda y
para quienes estas noches así son un suplicio.
Y entonces sí, me esfuerzo por dormir. Ya
que no puedo remediar yo sola su infinita
miseria, les doy el sacrificio de la conciencia
de mi bienestar. Me duermo, me duermo,
avergonzada de paladear un gozo que
atormenta a millares de seres humanos.
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