Diez años atrás, al iniciarse el régimen de la “Revolución democrática y cultural”, se anunció una “revolución judicial” que pondría fin a una etapa ineficiente del Poder Judicial y la llegada de una era en la que no existiría la corrupción en ese organismo.
Para llegar a ese objetivo, el Gobierno, que dura desde entonces al presente, adoptó medidas heroicas, empezando por aplicar una nueva Constitución encargada de poner orden en la Justicia, orden que estaría a cargo del Órgano Judicial, destinado a dos objetivos: crear una nueva justicia y manejar en forma idónea la administración de la misma, metas que garantizarían a la población la vigencia de un orden judicial honesto, eficaz e incorruptible.
Además de dictarse grandes medidas, por vía constitucional se aprobó decenas de leyes, decretos, resoluciones y otras disposiciones que serían aplicadas por el Ministerio Público, la Policía Nacional y otros aparatos encargados de administrar justicia. En esa forma, de manera integral, empezó a regir un “nuevo” orden judicial.
Pero a poco tiempo de ponerse en funcionamiento ese flamante sistema, empezó a resquebrajarse con denuncias de corrupción y toda clase de delitos. Se constató que la nueva justicia no funcionaba y la administración de este sistema llegó a un extraordinario grado de descomposición. En ese fracaso estuvieron implicados el Órgano Judicial, los fiscales del Ministerio Público y elementos de la Policía.
Tan inútil resultó la “reforma”, que las máximas autoridades del país denunciaron que la justicia en Bolivia “estaba podrida”, “en estado comatoso”, que “debía ser cambiada” y, a la par, propusieron una “Cumbre judicial” y, finalmente, una “revolución judicial”, propuestas que, sin embargo, quedaron como papel mojado.
Ese corrupto estado de cosas terminó por desplomarse en fechas recientes, al ser denunciados, por parte del público, increíbles actos de corrupción cometidos por jueces, fiscales, policías y otros funcionarios, denuncias que comprobaron de hecho y de derecho que todo el proyecto reformista de diez años atrás resultó un fracaso descomunal.
Es más, resultó partícipe de ese atentado a la Constitución y al régimen legal del país, todo un Órgano de Estado, el Judicial. Es más, quedaron implicados fiscales, Ministerio Público y, además, no solo policías de función callejera sino generales que fueron comandantes de la Policía Nacional, denunciados por tener relaciones con el narcotráfico internacional y que hoy purgan sus delitos en cárceles de Estados Unidos y Bolivia.
En síntesis, asistimos al colapso no solo del Órgano Judicial, del Ministerio Público y la Policía, sino también del conjunto de órganos del Estado.
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