Ernesto Bascopé Guzmán
Con pocas dudas, es posible afirmar que a los promotores del cambio constitucional no les faltará ni recursos ni pasión, elementos indispensables en cualquier campaña. El aspecto financiero está garantizado gracias al aporte, voluntario al parecer, de los funcionarios del Estado. En cuanto a la pasión, no se puede negar que los militantes del Sí han demostrado un particular entusiasmo a la hora de atacar a sus adversarios y defender sus argumentos.
Sin criticar ese sentimiento, necesario para movilizar y persuadir, conviene alertar sobre los riesgos que corre nuestra democracia ante el exceso de pasión de algunos convencidos del Sí. En ese sentido, como expresión más evidente de dicho exceso, encontramos la violencia que emplean ciertos líderes oficialistas cuando se refieren a las oposiciones, tanto la parlamentaria como la ciudadana. Esta pasión excesiva es también perniciosa cuando nubla la razón y devalúa el debate democrático, llevando a los partidarios del cambio constitucional a defender argumentos a todas luces falsos, o justificar su posición con medias verdades. Frente a estos excesos, no queda más que recordar a los políticos que la moderación en el discurso es esencial en democracia.
Mucho se ha criticado, en efecto, la innecesaria agresividad oficialista en contra de los que promueven el No. Como si el disenso fuera un delito, vemos con preocupación que se ataca a una diversidad de actores políticos y sociales sólo por sugerir que no conviene cambiar nuestra joven Constitución. Más grave aún, se ataca su derecho a opinar, poniendo en duda sus motivos y sospechando incluso de su lealtad al país, con el viejo discurso de la anti-patria. Estas agresiones, en el fondo, se basan en la idea de que sólo unos cuantos tienen la legitimidad moral para participar en los asuntos colectivos. El resto, la mayoría que cuestiona y duda, estaría constituida no sólo de adversarios, sino de enemigos.
En relación con el debate de ideas, nos encontramos frente a argumentos que deforman la realidad para fines de propaganda. Se afirma, por ejemplo, que otros países no limitan el número de mandatos de sus líderes, olvidando de manera muy conveniente a los regímenes presidencialistas del continente que permiten, cuando mucho, una reelección inmediata o que la prohíben terminantemente. En el mismo orden de cosas, se argumenta que un largo mandato es una garantía de estabilidad, obviando mencionar los dramáticos ejemplos, Venezuela el más reciente, que demuestran la inquietante fragilidad de los sistemas políticos que dependen de un solo hombre.
Con moderado optimismo, es posible confiar en un cambio de discurso por parte del oficialismo, obligado a constatar que el mismo resulta contraproducente y no logra reducir el creciente apoyo al No. Es posible, en efecto, que sus principales dirigentes comprendan cuán perjudicial resulta este estilo político para nuestra democracia. Quizás acaben por aceptar que el desacuerdo no es negativo, sino que es inherente a una sociedad como la nuestra, diversa y escéptica frente al poder. Quizás se planteen argumentos más sofisticados y que eleven la calidad del debate en lugar de reducirlo a una confrontación de dogmas. Y si el optimismo fuera excesivo, queda por fortuna la opción de manifestarse con el voto, no sólo para oponerse al cambio constitucional, sino para terminar con esta manera, errónea, de hacer política.
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