Ingres, el gran fagocitador, en España

Ambiciosa muestra la recién inaugurada por el Museo del Prado para acabar el año. Porque Ingres, un autor no representado en las colecciones públicas españolas, es aún un gran desconocido, pese a la impronta que dejó en la pintura.


“Retrato imperial de Napoleón” (1806), de Ingres.
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La tarde en la que pudimos preguntar a Miguel Zugaza sobre “Ingres”, la exposición en la que el director del Prado tanto se ha involucrado, “La gran odalisca” acababa de llegar del Louvre y estaba ya colgada en su primer viaje a Madrid. Pocos días después llegarían los demás lienzos. Pero aquella noche estaba sola, precedida por unas salas medio oscuras en las que enormes cajas desordenadas encerraban los cuadros procedentes de otros museos. Gigantescos cofres rojos, verde pastel, azul cobalto: cada gran museo tiene su color. Por se-guridad no se desvelan. Por estas y por otras razones, todo en Ingres era mágico. Y todo parecía contradictorio. Desde su biografía.

Jean-Auguste Dominique Ingres nace en 1780, nueve años antes de la Revolu-ción Francesa. Muere en 1867. Son 86 años en los que vive casi todo. Conoce los ideales revolucionarios y los mira desde su balcón de pintor, sin mezclarse. Le permiten coincidir con David y Gros, Gericault y Delacroix, también convivir con el realismo de Courbet. Muere cuando nace Matisse y antes de que lo haga Picasso. Alcanza casi todos los movimientos del XIX. Hacia 1839 aparecen los primeros daguerrotipos. En 1860 Mo-net está ya pintando tardes, luces y nenúfares. Mientras, él pinta a Napoleón como si lo retratara Memling.

ANCLAJE EN EL PASADO

Lo más contradictorio en él, pintor revolucionario, es su aparente y pertinaz anclaje en el pasado. Como una de las líneas sinuosas de los arabescos en el cuerpo de una odalisca, va enlazando fuentes arcaizantes, desde su pasión por Grecia y los vasos etruscos. También y, sobre todo, por Rafael. Por Giotto y Masaccio, por el Trecento. Y por Poussin. Y por las ilustraciones homéricas de Flax-man.

Vincent Pomarède, comisario de la ex-posición, explica cómo, para sus contem-poráneos, Ingres era considerado un alumno aventajado de David. Su en-trada como becario en la Villa Médicis no pasó inadvertida. Además fue tachado de primitivo y gótico y de pintar cuadros lle-nos de elementos indescifrables.

Muchos, entre otros Baudelaire, le embarcan en la pelea, algo simple, con-tra Delacroix. Sin embargo, y con el tiempo, Ingres se va despojando de esa piel de serpiente que le viste de pintor académico. Empiezan a considerarse originales sus búsquedas estéticas, y, desde los primeros años del siglo XX, se marca el camino recto y claro de su influencia en la pintura posterior. Además, y de 1980 a 1990, la Historia lo devuelve al Parnaso de los grandes pintores.

Lo que me gusta de él es su diferencia de los españoles. ¡Es tan francés! (Mi-guel Zugaza)

Ingres no disfruta pintando retratos. Sin embargo, son estos, junto con sus odaliscas, los que se convierten en obras maestras. Especialmente los femeninos, en los que, en esa aparente amnesia impuesta, pinta carnes tan blandas que parecen no tener hueso, cuerpos casi invertebrados más parecidos a sirenas. En sus hombros redondos, tan parecidos a los que pintara Winterhalter, muchas veces no existe la unión lógica con los brazos; las espaldas parecen líneas curvas, abstractas y musicales; los dedos, meros tentáculos de calamar, como en Madame de Moitessier, pertenecen a una mano que sería incapaz de cerrarse y que se convierte sólo en la excusa para pintar sortijas de oro y reflejos. De la misma manera que el cuerpo de la modelo, a cuyo dibujo tuvo que dedicar 12 años, es sólo la excusa para echarle por encima ese traje: el más maravilloso paisaje floral que se pueda pintar y para el que sólo dedicó -no se sabe con certeza- si un día o una semana.

Podría decirse que Ingres es el gran fagocitador de toda fuente que engulle. Lejos de ser deudor de ninguna tradición, y a pesar de declarar su amor monóga-mo por Rafael, es independiente de cual-quier influencia, las revisa y utiliza todas en favor de su idea: convertir la tradición en modernidad. Del temprano “Retrato imperial de Napoleón” (1806), el historia-dor Norman Bryson dice: “Es como una película acelerada del arte occidental, desde Fidias a Rafael, en diez segun-dos”. En este cuadro, además de la in-fluencia de los Van Eyck, están de mane-ra casi fílmica otras decenas de símbolos que marean: la época de los césares en la corona de laurel; Bizancio en su fron-talidad; el cetro de Carlos V; las bolas de marfil del trono; el águila germánica; el símbolo masónico de la balanza en la alfombra, junto a una esquematizada “Virgen de la silla”, de Rafael. Y lo mejor: el zapato.

FIDELIDAD A LA LÍNEA

Otra característica del estilo de Ingres es su fidelidad rotunda a la línea. Es el rey del dibujo. Su afán de repetición es casi musical. Y es también el dibujo el que lo lleva a enlazar con los artistas de las vanguardias. Es Picasso por encima de todo; pero es también Derain y algo de Balthus; y es Warhol en su búsqueda del retrato perdido, y podríamos decir que hasta es esa parte del Alex Katz obse-sionado con retratar la moda burguesa neoyorquina del momento.

Para enlazar la modernidad con Ingres escuchamos a Miguel Zugaza: “Todos los buenos artistas saben extraer lo mejor de los del pasado. En la muestra “El Greco y la pintura moderna” la conclusión a la que llegábamos era que de El Greco salían to-das las formas posibles de pintura moder-na. Ingres también tiene algo así. ¡Cómo no le va a interesar a Warhol o a Man Ray, si estos son los grandes ilusionistas! No es que Ingres sea un artista moderno, es que es extraordinariamente moderno”.

Norman Bryson ha afirmado que el “Re-trato imperial de Napoleón” es como una película acelerada del arte occidental en diez segundos.

Pensamos entonces en “Monsieur Bertin”. Zugaza empieza a describirlo: “Es el retrato en el que más se acerca al psico-lógico, por ejemplo, de Velázquez”. Como en toda obra de primera línea, aquí están ocurriendo cosas. Desde el guiño a los pri-mitivos flamencos en el interés por pintar cada detalle. Y de ahí a la fuerza de la mi-rada y la carga quizás de buey, quizás de toro bravo, de la figura del señor Bertin y sus extrañas manos, que ya fueron descri-tas en 1959 por Henry de Waroquier.

¿Qué es lo que nos fascina de Ingres? El director del Prado sonríe, casi ríe: “A mí lo que me gusta de él es su diferencia de los españoles. ¡Es tan francés! Es esa idea tan francesa del clasicismo, que no tiene que ver sólo con las fuentes de la Antigüe-dad, sino que es Georges de La Tour.Para nosotros es un mundo ajeno. A mí me gus-ta lo exótico de Ingres. Ese clasicismo tan insólito, no sólo la tradición, sino verdade-ramente una tradición modernizada”.

Al salir nos encontramos de nuevo frente a “La gran odalisca”. De ella se ha hecho mucha literatura. El serrallo, la multiplica-ción de los efectos sensoriales, el ruido del agua en las fuentes, el olor del tabaco, esos turbantes... Sentimos de nuevo las palabras de Zugaza: “Pensaba al ver este cuadro en la Virgen de “El Descendimien-to”, de Van der Weyden. Si la despojas de sus telas, de los objetos, y la conviertes en un desnudo, el problema que se plantea Ingres está ahí. Esa falta de rigor anatómi-co forma parte de la Historia de la pintura”.

Marina Valcárcel - @ABC_Cultural

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