El Gobierno acaba de autorizar por decreto la importación y comercialización de alimentos de diversa clase con objeto de cubrir el creciente déficit de productos que sirven para llenar la canasta familiar y asegurar la sobrevivencia de la población. La medida fue dictada atendiendo el artículo 38 del Reglamento del Presupuesto del Estado, mediante decreto supremo de 30 de diciembre pasado.
La noticia, alarmante por cierto, no fue sorpresiva, pues desde meses atrás se estuvo previendo una inminente etapa de escasez, en vista de que la producción agropecuaria del país, tanto de Occidente como de Oriente, registraba caídas paulatinas por baja de la productividad, abandono de la tierra y otros, resultado tanto de problemas mundiales como de otros de tipo local. Frente a esa emergencia, sin embargo, no se adoptó las medidas del caso, presentándose las dificultades cuando ya eran casi insalvables.
La caída de la producción agropecuaria en el país si bien fue observada por la prensa en reiteradas oportunidades, no mereció la atención oficial oportuna y eficiente de los organismos estatales, que en vez de dar soluciones de fondo a la escasez de alimentos, se dedicaron a hacer crecientes importaciones y anunciar proyectos fantasiosos, al extremo increíble de que de 2010 a 2104 se duplicaron las importaciones al pasar de 357 millones de dólares a algo más de 600 millones, cifra que confirma que la pregonada “seguridad alimentaria” es cada vez más remota y su desaparición total está a vuelta de esquina.
A esa imprevisión se debe agregar otro dato numérico que consiste en que de enero a mayo de 2015, el Gobierno importó casi 220 millones de dólares, según cifra ofrecida por el Instituto Nacional de Estadística, lo que querría decir que en 2015 la importación de alimentos habría llegado a cerca de los mil millones de dólares, sin contar, por lo demás, el gigantesco valor del contrabando de alimentos.
El hecho de que el Gobierno hubiese dispuesto la importación de alimentos en general revela que la política agraria, en aplicación desde hace diez años de la Ley INRA de Sánchez de Lozada, con algunas reformas cosméticas, resultó un verdadero fracaso. Es más, se confirma que el país está siguiendo el mismo camino de carencia total de alimentos que registra el pueblo de Venezuela, cuyo anterior régimen en vez de resolver la cuestión agraria más bien la agravó, al extremo de provocar escasez total y la necesidad de importar productos por más de tres mil millones de dólares al año y, finalmente, producir el colapso del régimen.
La importación alimentos en forma ilimitada no resuelve la crisis agraria porque no toca sus causas y es sólo un recurso ilusorio para atender sus efectos más remotos. En efecto, mientras no se resuelva el magno problema agrario nacional en su totalidad, las cosas serán cada vez peores, punto de vista que, sin embargo, está muy lejos del conocimiento de los responsables de la alta jerarquía burocrática oficialista y en especial de los Ministerios de Economía y de Desarrollo Rural.
Finalmente, la extemporánea y errónea decisión del Decreto Supremo 2.644 del 30 de diciembre pasado para evitar la escasez de alimentos por vía de autorizar toda clase de importaciones, será el tiro de gracia que terminará por dar muerte a lo último que queda de lo que todavía existe de nuestra agricultura y hace recordar el refrán indígena que dice que hay quienes se acuerdan de Santa Bárbara solo cuando hay truenos.
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