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A fines de 2015 se publicó un interesante artículo en el diario El País (Madrid, España), en el cual Javier Salas incide sobre el trabajo exhaustivo realizado por un estudioso alemán, quien pasó dos décadas analizando, como él dice, pseudomedicinas como la homeopatía, hasta que Carlos de Inglaterra logró apartarle de su puesto. Este afamado hombre de ciencia sostiene estar firme “contra las pseudociencias y las artes mágicas”, a tiempo de lamentar: “nunca supuse que hacer preguntas básicas y necesarias como científico podría provocar polémicas tan feroces y que mis investigaciones me involucraran en disputas ideológicas e intrigas políticas surgidas del más alto nivel”. Quien así habla es Edzard Ernst -destaca Salas- seguramente el científico más detestado por los defensores de la pseudomedicina de todo el mundo.
La razón es sencilla: el fruto de su trabajo los deja sin argumentos. Ernst (Wiesbaden, Alemania, 1948) fue el primero en someter a las llamadas terapias alternativas al rigor de la ciencia de forma sistemática, para llegar a una conclusión: remedios como la homeopatía no son más que placebo y los que la recetan violan la ética médica. En su viaje científico contra la pseudociencia, Ernst ha tenido que enfrentarse al recuerdo de su madre y al Príncipe de Gales, los dos fervorosos homeópatas.
El investigador alemán ha dedicado 20 años al estudio crítico de estas terapias –“dos décadas de conflicto interminable”-, desde la acupuntura hasta la imposición de manos, y su equipo ha publicado más de 350 trabajos sobre esta materia. Sus memorias, Un científico en el país de las maravillas (A scientist in Wonderland, Imprint Academic), publicadas hace poco, proporcionan el mejor relato sobre las dificultades a las que se enfrentará alguien que pretenda desentrañar críticamente las terapias alternativas: amenazas, falta de respaldo institucional, presiones de las altas esferas, soledad… e innumerables dificultades científicas.
Los terapeutas alternativos y sus partidarios parecen un poco como niños jugando a médicos y pacientes”, asegura Ernst. Los ensayos que se realizan a diario en todos los hospitales del mundo suelen manejar unos protocolos muy claros para probar si el medicamento sirve o no: a un grupo le das el fármaco y al otro, un placebo. Pero, ¿cómo estudiar si realmente funciona la imposición de manos para curar o aliviar el sufrimiento de un enfermo? Esa fue la primera pregunta que se hizo Ernst al aterrizar en 1993 en la cátedra de Medicina Complementaria de la Universidad de Exeter, la primera de su clase.
Por aquel entonces, cuenta, había en el Reino Unido tantos sanadores (unos 14.000) como médicos de cabecera. El placebo que diseñaron junto a los propios sanadores serían unos actores que fingirían estar imponiendo sus manos. A medida que los sanadores veían que el escrutinio les iba a desenmascarar comenzaron con las peleas, las críticas y el rechazo a los métodos: finalmente, resultó que los actores también tenían capacidades sanadoras y por eso el placebo funcionó mejor que los profesionales.
Ernst comenzó a interesarse por el estudio crítico de las terapias alternativas después de trabajar en un hospital homeopático en Múnich, en su país natal, donde esta pseudoterapia tiene un gran arraigo y la practican médicos titulados. A partir de su experiencia allí, traza en sus memorias un relato demoledor de los facultativos que recetan estos falsos fármacos que nunca han demostrado su utilidad médica: lo hacen “porque no pueden hacer frente a las a menudo muy altas exigencias de la medicina convencional”.
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