Una vez más los choferes del transporte público han mostrado su iracundia a título de obtener un aumento en las tarifas de sus servicios. Han dado un inicio ingrato al nuevo año con la violencia que desataron en pleno centro de esta capital contra sus propios compañeros de trabajo que tienden a ser más comprensivos con la situación económica de los usuarios y, peor aún, contra vehículos particulares que tenían el pleno derecho de circular sin impedimento alguno.
Este sector laboral con actos de intemperancia y desconsideración inducido por sus dirigentes, lo único que hace es concitar el rechazo de la población, pese a que ésta, al igual que las pretendidas exigencias de los choferes, también confronta situaciones limitantes en sus posibilidades económicas.
En unos casos porque los ingresos que percibe el común de los hogares son insuficientes para hacer frente al constante aumento de los precios de los alimentos y de los bienes en general. En otros, por el inmenso drama de la falta de empleos sostenibles y de remuneración aceptable, lo cual, en muchas ocasiones, deriva en el crecimiento de la informalidad, con las múltiples consecuencias adversas que entraña.
En escenario de tal naturaleza, resulta un atentado contra la racionalidad y el espíritu solidario que todos deben guardarse, entre propios y extraños, recurrir a la violencia para obtener mayores beneficios económicos. En caso de que éstos fueran apremiantes, el recurso es la negociación con las autoridades correspondientes, mostrando, obviamente, las justificaciones documentadas, en cada caso.
Por tanto, ha sido inadmisible, intolerable, que los dirigentes de los choferes empleen la violencia contra sus propios compañeros de trabajo para someterlos a sus designios, cuando muchos de ellos optaban por seguir trabajando, antes que tornar sus conveniencias o intereses en motivo de golpizas e incluso agresiones contra la dignidad de las personas.
Constituyen actos de primitivismo social cuando a la vista y paciencia de los transeúntes se aplica castigos físicos, en unos casos utilizando correas y en otros instrumentos de fuerza para “sentar la mano” a quienes osaban trabajar con regularidad, antes de anteponer sus requerimientos financieros mediante el ultraje y el avasallamiento de los más elementales derechos humanos.
Además, cuando se tiene motivos para exigir algo, la contraparte insoslayable es también dar. El hecho es que buena parte del servicio del transporte público se lo ofrece en malas condiciones. En unos casos por el mal estado de la estructura de los vehículos -algunos incluso se hallan destartalados-, de los asientos estrechos y sin el mantenimiento adecuado en su conservación y la desatención de los conductores cuando los pasajeros anuncian que desean bajar en una u otra esquina, al no recibir respuesta verbal y, en la mayor parte de las veces, sin ser atendidos en sus pedidos.
En la ciudad de La Paz y en el resto de las urbes del país no se pretende contar con servicios de excelencia a cambio de costos que estén al alcance de sus posibilidades financieras. Lo único que se espera es contar con un servicio aceptable en el transporte público, tanto por razones de atención personal como por su buen estado de mantenimiento. No se pide más.
Lamentablemente, los dirigentes gremiales de los choferes no se ubican en la posición de los usuarios, simple y llanamente pretenden imponer su voluntad y quizá hasta sus caprichos. El resto pareciera ser que no es de su incumbencia, ya sea porque tienen fuertes cargas de resentimiento social o porque son ajenos a la realidad del medio socio-económico en que operan.
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