Punto aparte
La política se presta a buenas y malas formas de accionar, cuya mayor trascendencia pública es el lenguaje que se utiliza. Se entiende que su aplicación tiene que ser depurada, responsable y considerada para llegar a los oyentes y lectores.
A partir de estas condiciones elementales, es inaceptable que los juicios y palabras que se emite sean ofensivos e ingratos, como los que tienen un destinatario en particular, pero fundamentalmente para la opinión pública en general.
En el último tiempo se está retrocediendo en este orden, pues se suponía que por razones de formación cultural y calidad personal no era posible que se siga incidiendo en la procacidad y el insulto. Las pugnas y disidencias son parte insoslayable en la vida social. Pero no deberían desbordarse en sus formas y contenidos.
Aquello de decir que alguien es un fracasado o conceptos de similar alcance, en vez de ser hirientes para las personas a las que se les dirige, en lo esencial lo que generan es el desprestigio de quien o quienes los pronuncian. El idioma español, en particular, es caudaloso en cuanto a las maneras de expresarse. Por tanto, resulta inaceptable que políticos que se precian o se jactan de ser muy cultivados, por ser lectores insaciables de libros y textos de conocimientos y cultura, desciendan al nivel del insulto para tratar de disminuir a o dañar al adversario o contendiente.
Las personas que apelan a estos recursos lo único que consiguen, en concreto, es desprestigio y rechazo. Se equivocan si suponen que causan mayor efecto en sus ataques. Ocurre todo lo contrario, concitan desagrado y obviamente impugnación.
De qué sirve que en las fiestas de fin de año nos prodiguemos todos en emitir votos por las bienaventuranzas de los demás, cuando a la vuelta de la esquina volvemos a hacer relucir talantos y verbalismos que ofenden a todos.
La vida humana está plagada, por lo general, de aciertos y fracasos, de manera que nadie puede jactarse de estar libre de tales contingencias. Por ejemplo, puede decirse que quien una vez levantó las armas para tratar de imponer sus idearios o prejuicios y no tiene éxito, resulta que termina también cayendo en el fracaso.
En todo tiempo, es decir que puede ser en el pasado, el presente o el futuro, nadie está en condiciones de presumir que no tuvo, no tiene o no podrá tener frustraciones. Éstas son parte de la vida individual y social.
En consecuencia, es mejor no denigrar y menos ofender a los demás, pues una palabra mal dicha contra alguien, de alguna forma también tiene su efecto en el sentir público, pues nadie es indiferente a lo que se expresa o se hace, porque de todas maneras trasciende los límites personales y se tornan en parte del acontecer diario de todos.
Con estos comportamientos desmedidos lo único que se logra es atentar contra la convivencia social civilizada. Los arcaísmos y primitivismos tienen que quedar atrás, para qué entonces se precia la humanidad de esta época de estar viviendo un constante ascenso en los distintos órdenes de la vida y las costumbres, cuando con deslices infortunados solo se consigue volver a los tiempos en que la educación y la cultura eran sólo hipótesis y no realidades como las que se vive hoy.
El poder es siempre momentáneo, de modo que es mejor ser cautos, porque la existencia en común está siempre más cerca de lo que se imagina, cuando se incurre en extravíos o desvaríos. Estos extremos quedan como hitos en la construcción de la personalidad individual, por consiguiente es mejor poner en práctica la prudencia y la sensatez, antes de precipitarse a los abismos de la intolerancia y los odios.
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