Recuerdos del presente
Vladimir Putin tiene muchos pecados. El peor de sus pecados no es que ahora tenga unos ahorros que suman 40.000 millones de dólares, como dice Forbes, que de eso sabe mucho.
Fue jefe de la tenebrosa KGB soviética y, cuando el imperio comunista se derrumbó sin que nadie hubiera disparado un solo tiro, pasó a convertirse en un empresario exitoso, como si toda la vida hubiera practicado el capitalismo.
Esto da la razón a Yegor Gaidar, que en su libro sobre el derrumbe soviético dice que esa hazaña fue provocada por los propios jerarcas soviéticos que estaban ansiosos por acabar con el mamarracho del socialismo, pero sin deseos de entrar al capitalismo en calidad de pobres. Tomaron sus previsiones y luego se dedicaron a serruchar el piso al imperio, hasta que se lo derrumbaron. Habían jugado al “monopoly” a la perfección.
Pues ahora este señor Putin ha sido acusado por un juez británico de haber ordenado el envenenamiento de un ex espía de la KGB que lo había denunciado de crímenes de guerra y de apropiación ilícita, además de narcotráfico.
La historia del espía Aleksandr Litvinenko es uno de los secretos mejor guardados de los exjerarcas soviéticos que quedaron como propietarios de la nueva Rusia. El libro “Blowing up Rusia”, escrito por Yuri Felshtinsky, fue prohibido en Rusia. La edición en inglés tuvo muy poca difusión. Pero un amigo me envió una copia.
Dice que Litvinenko estaba indignado, pese a ser un espía de la KGB, por los métodos canallas que utilizaba Putin. Le había ordenado asesinar al empresario Boris Berezoski, su rival en el control de empresas petroleras. Y lo acusó de provocar las guerras con Chechenia a fin de tener el pretexto para hacer negocios con armas, para exportar submarinos, para ayudar al narcotráfico.
Cuando hizo las primeras denuncias, Litvinenko tuvo que huir. Se refugió en Londres. Allí le dieron la nacionalidad británica.
Ahora se sabe que estando en Londres tuvo la pésima idea de aceptar una invitación para tomar una tacita de té que le hicieron dos de sus ex colegas de la KGB. La tacita que le tocó contenía Polonio 210, un veneno infalible producido en plantas nucleares.
El autor del libro cuenta cómo su amigo, un atleta sano y vigoroso, fue consumido por el veneno. Nada pudo hacer ninguna medicina. Murió en noviembre de 2006, a los 44 años de edad.
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