José María Jiménez Ruiz
Si nos detuviéramos en analizar la definición que de familia nos ofrecía el eminente antropólogo Levy-Strauss en 1949, comprenderíamos hasta qué punto las cosas han cambiado. Hasta qué punto queda obsoleta, compuesta por el marido, la esposa y los hijos nacidos en el matrimonio.
Modelos familiares que hace años seguían pareciendo una excepción son, en la actualidad, estructuras familiares socialmente normalizadas: monoparentales, reconstituidas o mixtas, formadas por personas de un mismo sexo… No puede analizarse la familia si no es a la luz del momento histórico que le corresponde vivir.
Pero con independencia de la proliferación de estructuras familiares hasta no hace mucho desconocidas, se han abierto camino y han ido tomando cuerpo ciertos valores desde los que es preciso afrontar los retos educativos que le corresponden a la familia.
La llamada emancipación de la mujer ha puesto en tela de juicio el papel que tradicionalmente se le había asignado, ligado exclusivamente a la atención del hogar, a la crianza de los hijos, al cuidado de los ancianos y a las necesidades sexuales del marido. Todo, desde el paradigma de la obediencia y sumisión. Hasta bien entrado el siglo XX, la lectura de la obra del humanista español Luis Vives, sobre la familia y la mujer, “De Institutione feminae Christianae” en la que establecía las diferencias entre hombre y mujer, era recomendada como “La perfecta casada” de Fray Luis de León, que se proponía como un texto en el que las mujeres encontrarían el modelo al que era deseable ajustarse, el ideal femenino al que aspirar.
Los cambios que se han producido han arrinconado esa visión ancilar de la mujer y han supuesto una profunda modificación en la mentalidad y en los valores. Hoy, pese a las desigualdades que aún subsisten y a los casos de machismo que aún perduran, ya nadie se atreve a cuestionar la radical igualdad entre hombre y mujeres. Y se considera un signo de progreso, como en su día señaló Marx, la posición social que el género femenino ha ido conquistando. Gracias, sin duda, a la instauración de los principios democráticos, al aumento del nivel cultural de las sociedades y a la lucha de muchas mujeres, que pelearon en circunstancias no fáciles, para lograr ser reconocidas como sujetos de derechos. Como seres humanos con capacidades para proponerse metas de desarrollo personal y profesional que les habían estado vedadas.
Por lo que respecta a la llamada filosofía de la igualdad, como reacción pendular a un modelo de padres de marcado carácter autoritario, se ha ido imponiendo en los últimos tiempos un nuevo estilo de relaciones paterno filiales basadas en el colegüismo que rige entre amigos. Abandonando, desde una interpretación errónea del principio de igualdad con los menores, el imprescindible ejercicio de funciones que son propias del rol parental. Padres, muchas veces bien intencionados, que huyendo del autoritarismo que ellos mismos pudieron padecer, no saben cómo ejercer una razonable autoridad.
Los temores a reproducir estilos educativos que les parecen rechazables tienen como consecuencia el debilitamiento de la autoridad necesaria para trasmitir normas de conducta o valores morales a niños o adolescentes.
El autor es terapeuta familiar y vicepresidente del Teléfono de la Esperanza.
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