Mario J. Villegas Andrade
En 1879 tuvo lugar la guerra de Chile contra Bolivia y Perú. No hubo previa declaración de guerra por parte del invasor, ni hubo rompimiento de relaciones diplomáticas antes de que el ejército chileno -como los bárbaros de Atila o las tropas de asalto de Hitler- se lanzara contra el pueblo boliviano de Calama, que no estaba preparado para una guerra.
Y no era que a Chile le faltara mar, ni era que Bolivia le impidiera navegar por el océano Pacífico. Era otra su motivación. Eran los yacimientos de salitre los que Chile codiciaba. Y, sabiéndose fuerte y apoyado por una potencia extranjera -que era la que realmente tenía necesidad urgente del salitre para sus suelos empobrecidos y la que le proveyó de armas, barcos y aun dinero para que emprendiera su vandálico asalto-, consideró que tenía derecho a invadir un país que no le había provocado. Así, pues, aquella contienda debió llamarse “Guerra del salitre”.
Si hubiera habido en aquel entonces una Corte Internacional de Justicia como el de La Haya, que existe hoy, integrada por personas dispuestas a defender el derecho de todos los pueblos, ese tribunal no habría permitido que el país invasor obligara al país invadido a firmar el humillante Tratado de 1904.
Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, Alemania -que fue quien provocó la guerra e invadió traidoramente a los países de su entorno- tuvo que aceptar su capitulación y el tratado por el que los vencedores se repartirían su territorio. Era un castigo merecido, sí, porque alevosamente, sin advertencia, Alemania lanzó sus tropas de asalto contra pueblos pacíficos. Tuvo que aceptar las condiciones que le imponían los vencedores: el asaltante recibió su castigo.
En el caso de Bolivia y Chile sucedió al revés. El asaltante no recibió castigo, se premió a sí mismo. Obligó al asaltado a firmar un tratado por el que renunciaba a su derecho de tener el mar con el que nació como país independiente. Ventaja del más fuerte, derecho del vencedor, humillación del vencido.
Entre líneas, en el Tratado de 1904 se podría leer: nosotros, los bolivianos, nos rendimos para evitar que el ejército chileno siga invadiendo nuestros pueblos y asesinando a nuestra gente. Y la parte de Chile diría: o se rinden y aceptan que nos quedemos con sus yacimientos de salitre y con todo el territorio que tienen frente al mar y se obligan a convertirse en un país mediterráneo, o los borramos de la faz del mundo. Palabras clásicas de un asaltante: “la bolsa o la vida”… y tuvimos que entregar la bolsa… para proteger nuestras vidas.
Por ese tratado se muestran hoy ufanos los gobiernos chilenos; “por el Tratado de 1904, dicen, “no queda nada pendiente entre Chile y Bolivia”. ¿Qué puede quedar pendiente entre un asaltante y su víctima? En justicia… ¡queda pendiente la devolución de la bolsa!
Si por truco de magia, Chile y Bolivia pudieran volver, en la situación de desarrollo económico que tienen ahora y con el poderío bélico que dizque tiene Chile -según declaraciones de su Gobierno-, Chile no llamaría a Bolivia a firmar un tratado. Ambicioso y prepotente, continuaría la guerra, una nueva: la Guerra del Litio.
En 1904 ni Bolivia ni Chile sabían de la existencia del litio. Ahora que Chile lo sabe, buscará un pretexto para apoderarse de él, pérfidamente o por la fuerza, o con la complicidad de algún futuro gobernante boliviano que, como Gonzalo Sánchez, se preste a secundar sus planes.
Cochabamba, 2016.
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