[Floren Sanabria]

Murillo: el grito en el cadalso


Después de que el alzamiento del 16 de julio había sido sofocado, el brigadier José Manuel de Goyeneche, el sanguinario arequipeño, ingresó triunfalmente a La Paz el 25 de octubre de 1809, y de ahí a poco se entregó a la tarea de capturar a todos los revolucionarios y juzgarlos como reos de alta traición.

¡Ay de los vencidos! Fue la frase terrorífica de Goyeneche que cumplió su bárbara amenaza con las ejecuciones inquisitoriales que estremecieron a los habitantes del antiguo Chuquiago Marka. La revolución de La Paz hizo temblar las estructuras de la colonia. Los días que siguen a este levantamiento son tristes.

Goyeneche pronunció la sentencia el 26 de enero de 1810, condenando a Pedro Domingo Murillo y los demás encausados como infames, aleves, subvertores del orden público. Esa misma noche, más o menos a las doce, les fue leída la terrible sentencia por el escribano José Genaro Chávez de Peñaloza. Al día siguiente, Murillo y sus compañeros fueron conducidos al Colegio Seminario y puestos en capilla, para que se dispusieran a la muerte que les esperaba en el cadalso.

Llegó el día del martirio y la crueldad, el 29 de enero de 1810. La plaza Mayor presentaba algunas horcas colocadas entre la capilla del Loreto, la pila y un tablado con todos los preparativos necesarios para la ejecución de los presos, también se exhibía los garrotes. A las siete de la mañana, el teniente coronel Pío Tristán ordenó rodear el cuadro de la plaza por tres líneas de soldados de infantería y caballería, guarnecido cada ángulo por dos piezas de artillería. Piquetes de infantería y caballería recorrían la ciudad y custodiaban la manzana del Palacio Episcopal impidiendo el paso de la población que se había dado cita para observar enmudecido este acto de crueldad. Los condenados salieron resignados en dirección al patíbulo. Murillo presidía la comitiva vestido de burdo saco de bayeta blanca, sentado en un serón, arrastrado por la cola de un asno que conducía el verdugo, un mulato llamado Andrés. Los sacerdotes de la Buena Muerte, Joaquín Zambrana, Manuel Pinedo y otros religiosos acompañaron a los patriotas. Murillo al subir el primer escalón del cadalso, se irguió, echó atrás la capucha de la misericordia que entonces se acostumbraba poner a los condenados y con voz firme lanzó su viril expresión: ¡La tea que dejo encendida nadie la podrá apagar!

Enseguida, tomando el cordel de la horca, se lo puso él mismo al cuello y dijo al verdugo a manera de orden ¡Ejecuta! El mulato Andrés tiró de la soga y suspendió el cuerpo que quedó balanceándose en el espacio. El alma del caudillo había volado a la eternidad, pasó a la inmortalidad. Le siguieron Figueroa y otros.

El 29 de enero se consumó la sentencia final con toda la barbarie que empleaba la Madre Patria en esos tiempos heroicos. Las nueve horcas significaban nueve nombres por siempre grabados en el corazón de todo buen americano. Los revolucionarios que sufrieron la pena máxima; Pedro Domingo Murillo, Basilio Catacora, Buenaventura Bueno, Melchor Jiménez, Mariano Graneros, Juan Antonio Figueroa, Apolinar Jaén y Juan Bautista Sagárnaga, han pasado a la posteridad con el título de Protomártires de la Independencia Americana.

Pero la tea que dejó encendida el prócer Murillo no se apagó. Proféticas resultaron sus palabras. El fuego de su revolución se extendió por toda la América, hasta que ésta alcanzó plenamente la libertad que hoy brilla como sol en esta tierra de estirpe brava en la que nunca podrá imponerse ningún autoritario o déspota, como lo demuestra nuestro pasado y nuestro presente.

El monumento de Pedro Domingo Murillo que está en la plaza del mismo nombre, fue inaugurado el 22 de agosto de 1909, es obra del escultor italiano Ferruno Cantele.

Un grupo de mujeres campesinas afines al Gobierno en 2014 trató de bajar de su pedestal a Murillo y cambiar el histórico nombre de esta plaza, por una pareja de líderes indígenas de 1781, semejante osadía no prosperó.

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