La inclusión en toda colectividad organizada es el punto vital para su postrer e incesante desarrollo: la sabiduría de nuestras comunidades campesinas, a través de los abuelos de la tercera edad, aporta positivamente para el trasvase comunidad-ciudad, que es una fuerza irreductible que impele a los jóvenes campesinos, para su progreso intelectual.
El problema surge en las ciudades, donde la pérdida de la relación produce efectos desastrosos. Precisamente los abuelos son inexcusablemente necesarios para el equilibrio intergeneracional, porque conocen el proceso y se han adaptado a las transformaciones sin perder sus valores tradicionales. De ahí emerge la realidad de que el progreso, el auténtico progreso, no es sino la tradición en movimiento. Lo demás no es otra cosa que la deshumanización de las relaciones sociales, el vivido contacto con el ascendiente y el descendiente, sin olvidar al prójimo.
¿Considerarán los abuelos como un placer dedicar la mayoría de su tiempo, sino es todo, al cuidado de los niños? Según las estadísticas, el 2% lo considera como una obligación y el 82% está en el séptimo cielo de contento por hacerlo, pero lo justifican por la necesidad de trabajo de los padres y valoran esta traslación de responsabilidad, que la realizan en stricto sensu del apostolado. El resto del porcentaje no expresa su sentir puntual.
En una sociedad universal, donde existen 800 millones de personas de más de 65 años, con un pronóstico de que llegarán a los 1.900 millones antes de 50 años, es preciso reflexionar sobre su calidad de vida, pues una cosa es hacerse viejo y otra distinta es crecer y madurar. Estos abuelos que viven en buena relación con sus familias confrontan un problema, el de las personas mayores que viven solas y no se saben queridas ni necesarias.
Es una sensación de soledad impuesta y no asumida de desvivirse al constatar cada día una nueva dolencia anatómica o falencia mental, una dificultad en la elasticidad de los movimientos, deteriorando la autonomía y la calidad de vida, convirtiendo a los abuelos, que podrían ser fuentes de experiencia y sabiduría, en seres que procuran pasar inadvertidos, hasta hacerse casi invisibles. No quieren estorbar y se hacen dolorosamente… invisibles.
Esto acontece porque la indolencia y la carencia de sensibilidad, de conocimiento de la imperfección de los humanos, permite la imposición del grosero y torpe concepto de que solo el joven es hermoso y valioso, por productivo. Abdican a un mundo de valores sin los cuales vivir carece de sentido y se tropieza y cae en el abismo que más vale lo que cuesta. Nadie dialoga y hace reflexionar a los niños y los jóvenes como los abuelos, sobre que la educación tiene por objeto ayudarles a ser felices, a ser ellos mismos, para fortalecerlos y para afrontar las circunstancias cambiantes y erráticas de la vida, la dificultad de vivir, la existencia que puede transformarse en vaciedad si el humano no se estimula a sí mismo y no tiene derroteros de intelectualidad y virtud; y se actúa como si los jóvenes tuvieran que vivir para trabajar, en lugar de trabajar lo necesario para vivir con dignidad, decoro, templanza, felicidad y armonía.
En la sociedad urbana, agobiante y desalmada, se vive para tener y acumular, en vez de vivir para ser nosotros mismos en compañía de nuestro prójimo. Por esta equívoca tendencia se procura doblegar a los jóvenes desde la infancia mediante la coacción y el temor para que obedezcan, para que callen y se repriman, en lugar de ayudarlos a desarrollar y aplicar su inmensa energía, acción que solo los abuelos desbrozan con inconfundible amor y destreza.
Se asume, con actitud dolorosamente errónea, que al dejar de producir hay que aparcar o enclaustrar a las personas mayores para que no molesten, para que cedan su puesto a los jóvenes, sin reparar, ni reflexionar, para luego tener un remordimiento sin paz, que las personas mayores en todas las culturas contribuyen al auténtico progreso de la humanidad.
En la Bolivia campesina, donde los abuelos sufren esta separación geográfica, y en las ciudades se debe seguir con el convencimiento espiritual y actitud material cotidiana, de ofrecer a las personas de la tercera edad el mejor asiento, los alimentos más frescos, la atención preferencial en todos los servicios, para poder consultarles constantemente y escucharlos en silencio y reflexionar. Las personas mayores son el bien más valorado en toda sociedad bien constituida y exenta de discriminaciones.
El autor es Abogado Corporativo, autor del libro “Hacerse viejos” Senectos.
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