Cada barco es un monumento a la tenacidad o a la desesperación. Así es en el pueblo de Joal. Hace cincuenta años, era un pueblo de seis mil agricultores y cinco botes. Una terrible sequía retorció el Sahel; las cosechas se marchitaron y la esquelética gente enterró a sus muertos en fosas comunes a un lado de la carretera. Los agricultores cargados en carros tirados por burros peregrinaron hacia el mar. Pueblos enteros reubicados tomaron el océano. En 2013, los migrantes hincharon la población de Joal a 45mil personas, con más de 2.000 barcos.
Los botes son largos y estrechos, cincelados a precisión. Apuntando hacia el mar, atracados en la playa que moldea una ardiente duna en el extremo sur de Senegal, impermeabilizados con una emulsión de polvo de hojas, cemento, aserrín, alquitrán y pintados de colores brillantes: rosa, amarillo, verde, azul y rojo; esperan el alba para competir por los pocos mariscos que sacarán después de una larga jornada.
La mayoría de los pescadores que navegan estos botes no son de Joal. Ibrahim es de Gambia. Fili viene de Dakar. Issa del Congo. Mustafá, el más reciente, de España, donde en cinco años no pudo conseguir un trabajo estable. Además de un puñado de chicos que vienen de arriba y abajo de la costa de Senegal. El capitán, que siempre va al mar vistiendo la misma camiseta con bandera americana, vino aquí como un adolescente, hace ya más de 40 años.
Todas las migraciones son obligadas; como especie, los seres humanos prefieren quedarse. En África, la gente ha estado en movimiento desde los albores del tiempo; se niegan a afrontar el hambre, las epidemias, las guerras o la desgracia. El más emprendedor o el más miserable, caminó fuera del continente madre hace 60.000 años. Sus descendientes siguen caminando por todo el mundo hasta hoy.
Pero la era actual es una de las eras migratorias sin precedentes anotadas en la geografía de la Tierra. Todo se debe a un equilibrio inicuo del poder: Occidente, con su avaricia por los recursos en el extranjero, su lujo comparativo en un mundo de necesidades insatisfechas, directa o indirectamente dicta todos los movimientos de masas de hoy, determina y disuade sus rutas. Mientras tanto, la dislocación en sí, en África y en otras partes, se origina casi en su totalidad entre los trópicos de Cáncer y Capricornio. Llamémoslo, si quieren, el cinturón de los desposeídos.
Esta inequidad es la razón por la que hombres de toda África han llegado a Joal. Ellos están aquí para poner mariscos en platos en algún país lejano. El consumo de pescado mundial casi se ha duplicado desde la década de 1960. Los Estados Unidos y Europa reciben la mayor parte de sus pescados y mariscos desde sitios como Joal. Más de la mitad del marisco capturado frente a la costa de Senegal, se sirve en mesas en el exterior.
Así es que un reordenamiento rápido causado por el uso indebido y la violenta competencia por los recursos ha convertido a los agricultores en pescadores, ha borrado campiñas, desarraigado pueblos, destrozado países enteros. Mil millones de almas están en movimiento. La magnitud de un éxodo de este tipo es difícil de comprender.
Sin embargo, el mundo sedentario se refiere a las personas sin hogar con una intensa sospecha: ¿será que han hecho algo malo? ¿A la manera en que dios castigó a Caín, dejándolo vagabundo? El desarraigo -la debilidad implícita de ella- se trata como un fracaso. En un mundo en el que uno de cada siete personas se desplaza, el fallo debe ser de escala planetaria. Pertenece a todos nosotros. Este es un siglo de luxación no sólo del cuerpo y del hogar, sino también de la empatía, la dignidad y la compasión.
El autor es experto en política internacional y diplomacia.
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