Erick Fajardo Pozo
El último domingo de enero Clarín de la Argentina publicó una entrevista a Jaime Durán Barba, profesor de la GWU y desde hace una década estratega de cabecera de Mauricio Macri, en la que el ecuatoriano reveló el mayor obstáculo sorteado en las presidenciales argentinas y el desafío aún pendiente a vencer en la era postkirchneriana: el miedo a la libertad.
Exquisitamente irreverente, el discípulo de Josh Napolitan desglosa la obra de la ucraniana Svetlana Alexievich “Época del desencanto: El final del Homo sovieticus” y reflexiona con Santiago Fioriti sobre el peso cultural del sojuzgamiento en la construcción del individuo bajo el comunismo soviético y sus secuelas políticas criollas en Latinoamérica.
A decir de Durán, los argentinos -y buena parte de las otras nacionalidades del continente- padecen aún el condicionamiento psicosocial de las doctrinas marxistas de vertiente asiática, muy populares en Latinoamérica durante la segunda mitad del Siglo XX y principios de 2000, condicionamiento particularmente perceptible por su influencia en un comportamiento electoral y un proceso colectivo de construcción de la opinión pública “domesticados” por regímenes hiperpresidencialistas.
Durán acude a la caracterización de la Nobel de Literatura sobre el sujeto social producido por el régimen soviético de la posguerra: un hombre que ha transado cualquier noción de derechos civiles y cualquier perspectiva de libre albedrío a cambio de la satisfacción de sus necesidades mínimas. Un animal domesticado por el miedo para contener el instinto de huir, a pocos pasos de trasponer los barrotes de su prisión.
Leí en 2010 “Hechizados por la muerte”, un testimonial de Alexievich que narra la trágica ola de suicidios en masa tras el fracaso de la utopía comunista soviética, y adquirí la certeza de que la doctrina comunista condenó a una generación a llenar estómagos y corazones con la utopía de una condición de igualdad que sólo redistribuía la miseria; con el “orgullo” de haber sido parte de una revolución que no cambió nada, salvo el discurso de los administradores del hambre y la violencia.
Pero “…El fin del Homo sovieticus” dista mucho de ser un inocente y entusiasta laudatorio de la extinción de tan particular espécimen. Alexievich misma diría, en ocasión de recibir el Nobel, que “el hombre soviético no ha desaparecido. Es una mezcla de cárcel y guardería. No toma decisiones y simplemente está a la espera del reparto. Para este hombre la libertad es tener veinte clases de embutido para elegir”.
Imposible leer y no voltear a ver a la Sudamérica de Chávez, de Rouseff, de Cristina… de Morales: Pueblos que empeñaron por dos décadas sus derechos civiles y sus libertades individuales para subvencionar la comodidad de una economía de ficción; contingentes concurriendo a las urnas a refrendar su encierro por miedo a enfrentar la incertidumbre de la libertad; a perpetuar a las criaturas de la crisis, a condonar su millonaria corrupción para asegurarse el mendrugo de pan de cada día y no asumir el riesgo de un cambio por el que hay que luchar a diario.
Para Alexievich, el comunismo persiguió un objetivo sin sentido: transformar al hombre antiguo. “Sesenta años después de la creación de esta particular tipología de hombre en el laboratorio del marxismo-leninismo, nada cambió salvo el agente del miedo”.
De ahí que las adaptaciones literarias marxistas y los paralelos idílicos que tejieron los seguidores de Carlos Mariátegui entre el imperio inca y el comunismo soviético, guarden proporción cabal, especialmente en lo que hace a la anulación de la identidad particular y los derechos individuales del hombre, y al imperio absoluto del estado y su necesidad de prevalencia, aun por encima de la misma noción de bien común.
Para Durán somos la descendencia del Homo sovieticus, y nuestro miedo a acompañar y defender sostenidamente nuestra voluntad de cambio, nos hace en muchas formas el actor social que los autoritarismos mesiánicos necesitan para reproducirse y perpetuarse. Concuerdo. Somos rehén de narrativas redencionistas huecas, sometidos hasta el cautiverio emocional y la incondicionalidad afectiva por el verdugo, y nuestra voluntad de cambio rara vez va más allá de plasmar nuestro desencanto en la catarsis de un fugaz rechazo electoral.
Necesitamos entender que el fin de una era, la extinción de una especie, no se suscita con un resultado electoral adverso y que devolver al Homo sapiens el lugar de especie política dominante en Latinoamérica demandará de extinguir de nuestra genética, de nuestro imaginario social, los hábitos del Homo sovieticus: el temor al porvenir y el conformismo con el presente.
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