No recuerdo exactamente cuándo conocí a don Juan Albarracín Millán, posiblemente hace más de diez años, como consecuencia de la primera edición de mi libro “El Tratado de 1904, la Gran Estafa”; pero desde entonces cultivamos una estrecha y afectuosa amistad. Me acercó a él su caballerosa y leal compostura, su interés por los estudios históricos y su intransigente posición por la reivindicación marítima que sostengo. Una versación sobre varios temas que le hizo producir muchos libros que, no obstante, cubrían esa sencillez propia de los grandes.
Cuando el Ing. Eduardo Durán me empujó a participar en la fundación del Centro de Estudios Históricos Bolivianos, también le interesamos a don Juan para integrarlo, resultando elegido Presidente de la agrupación, que ha venido ejerciendo hasta que su salud se deterioró, según comentarios por errores médicos, siendo alojado después en el Asilo San Ramón, donde finalmente falleció, hace pocos días, luego de un penoso tránsito de más de tres años.
Para mí fue un golpe duro y triste cuando me comunicaron el suceso, porque compartiendo la última vez que nos vimos antes de su enfermedad, estaba pletórico él de vida y entusiasmo con que podía entregarnos el fruto de sus inquietudes, que seguramente las tenía todavía en gestación; para de improviso visitarlo en el Hospital Universitario sin habla ni conocimiento y quedar alojado después en el Asilo, donde lo visité varias veces, en alguna de ellas todavía conversando de nuestras preocupaciones. Mis continuos viajes ya no me permitieron visitarlo más, por lo que no ceso de reprocharme. Se fue el amigo, se fue nuestro profesor de fortaleza y dignidad, se fue el historiador que descubrió “La Dominación Perpetua de Bolivia”, en su último libro de 2005, con el que son cuatro las obras sobre el esclarecimiento de los graves problemas que separan a Bolivia de Chile, que él enumeró.
De esta forma se acabó una vida luminosa, en la ingratitud e indiferencia, ya no de gobernantes y políticos, sino de la sociedad misma, que no son capaces de valorar a sus dignos hijos. Pero para quienes lo conocimos, don Juan fue un señor de quilates, por donde se lo examine.
Muchas conversaciones ilustradas sostuvimos en el Café del Club de La Paz o en mi oficina y varios artículos elaboramos juntos para la columna de EL DIARIO, tanta fue nuestra cercanía.
Su aporte a la bibliografía nacional es vasta. Más de 24 volúmenes con estudios biográficos de Alcides Arguedas, Armando Chirveches, Humberto Palza, Alberto Crespo y Alcides D’orbigny; un libro sobre el pensamiento filosófico de Franz Tamayo; estudios sobre la Minería, seis volúmenes de Sociología boliviana; en fin, estudios sobre la educación y otros. Fue Profesor de Historia y Sociología en la Universidad Católica, Mayor de San Andrés y Popular. En suma, fue un intelectual brillante y destacado el que nos ha dejado, sin el menor reconocimiento hoy; pero que resaltará en su posteridad, con los méritos que merece.
Sus merecimientos lo llevaron a eventos nacionales e internacionales y ha dado conferencias en varias instituciones. En los años que precedieron a su enfermedad, ha dirigido el Centro de Estudios Históricos Bolivianos, que funciona con el auspicio del Centro de Diplomados de Altos Estudios Nacionales.
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