Yuri Mirko Ríos Madariaga
Maniatado, apedreado y apaleado; huesos rotos, hemorragias y la pérdida de un ojo son hechos que laceran el alma de cualquier mortal que abriga una chispa de amor por la vida. Una vez más algunos “humanos” se ensañaron con un ser indefenso, pequeño y desnutrido.
El profundo aprecio a la vida, sea cual sea su condición y posición en la escala biológica, es imprescindible en una sociedad que se autocalifica de civilizada. No cabe en este tiempo la conducta retrógrada, el odio o desprecio a lo no humano y el egocentrismo desmedido. De qué sirve contar con tecnología de punta en ciudades y lugares recónditos si simultáneamente no hay una cultura de respeto a la naturaleza y al prójimo.
Los animales no son objetos indoloros con capacidad de movimiento, como algunos creen, ¡son seres vivos! A semejanza de los vegetales, están en un plano paralelo al nuestro, aun así la interacción se da o simplemente se abre camino. Los animales se guían por instintos y estímulos físicos del entorno, el humano casi siempre actúa por inteligencia, y ésta es la gran diferencia. Es un error considerar a los animales como seres de poca valía porque no piensan o no sienten como nosotros.
Toda forma de vida (hasta la más “insignificante”) tiene un rol ecológico, una función muy importante que cumplir sobre la faz de la Tierra: el mantenimiento del equilibrio natural. Esa armonía que lastimosamente el hombre se encarga de fraccionarla y enrumbarla con un ritmo precipitado al caos absoluto, donde la luz al final del túnel se pierde inexorablemente. ¿Cuándo renunciará a la destrucción de los hábitats de vida? ¿Cuándo renunciará al consumismo dilapidador de los recursos naturales?
Ajayu, el espíritu del bosque, fue otra víctima de la iniquidad, no mereció padecer esa suerte tan desdichada. Vino al mundo para plasmar un ciclo biológico predeterminado, no obstante, su designio fue truncado de la manera más bestial. Al parecer se recuperará, sus traumas se desvanecerán, será colmado de mimos, pero para la memoria será una mancha imperecedera.
Ajayu, el jukumari maltratado, es a ciencia cierta uno de los últimos de su especie que sobreviven o escapan de la voraz devastación humana (se desconoce cuántos son, pero quedan pocos).
Exijo respeto y cumplimiento de las leyes por aquellos que no hablan ni se defienden como nosotros.
“En un devenir de sueños e ilusiones distintos de los normales percibo su mirada y escucho sus gruñidos. Entre helechos y neblina recorre el bosque subandino, trepa un árbol, come y juguetea. Se aleja, por última vez voltea y me contempla. Nada lo detiene. Es libre como el viento”.
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