Leyendas
Una cinta disuade a los visitantes del Museo de Valladolid de sentarse en esta silla del siglo XVI sobre la que pesa una maldición.
El Sillón del Diablo pasaría desaperci-bido en la sala 14 del Museo de Va-lladolid, entre el resto del mobiliario del siglo XVI, si no fuera por la leyenda maldita que se sienta sobre él. Hoy una cinta de seda disuade a los visitantes de descansar en él, pero en otro tiempo llegó a estar colgado en un rincón de la sacristía de la Capilla Universitaria, fijado a la pared a una respetable altura y boca abajo, para que nadie cometiera la misma imprudencia que los dos infelices bedeles que apare-cieron muertos entre sus brazos.
Así al menos lo contó Saturnino Rivera Manescau en las “Tradiciones Universita-rias (Historias y Fantasías)” que publicó en 1948. El investigador y profesor universi-tario recogió la terrorífica historia que ronda a este sillón frailero, llamado así por ser habitual en ambientes monásticos y religiosos.
La silla habría pertenecido al licenciado Andrés de Proaza, un médico “reputado en su ejercicio profesional como hombre que realizaba notables curaciones” en aquel año de 1550 en el que el cirujano Alfonso Rodríguez de Guevara estableció en Va-lladolid la primera cátedra de anatomía de España. El prestigioso cirujano granadino impartió durante 20 meses en un aula de la universidad sus lecciones, que incluían la disección y estudio anatómico de cadáve-res procedentes del Hospital de Corte y del de la Resurrección.
Andrés de Proaza era uno de los más constantes asistentes a las clases. Se murmuraba que ejercitaba la magia en el sótano de su casa, situada en la calle de Esgueva. Los vecinos aseguraban que por la noche se escuchaban gemidos y que el río, al que daba la trasera de la casa, “lle-vaba teñidas sus aguas de rojo, como de sangre que en él se hubiera vertido, y se hubiera coagulado en largos filamentos, que flotaban y se perdían en la corriente”.
Los rumores aumentaron aún más con la desaparición de un niño en el vecindario. Cuando las autoridades registraron la vi-
vienda, encontraron los restos del peque-ño al que el médico “había practicado, en una locura de investigación y de estudio, la disección en vivo, la vivisección, como co-nfesara ante la autoridad”, contaba Rivera Manescau.
LA MALDICIÓN DEL SILLÓN
Durante el proceso, el acusado aseguró que no había practicado la hechicería, pe-ro alertó de que tenía un sillón que le había regalado un nigromante de Navarra al que salvó de la persecución que realizó fray Juan de Zumárraga en 1527. Sentándose en esa silla se recibía “luces sobrenatu-rales para la curación de enfermedades”, pero quien se sentara en él tres veces y no fuera médico moriría, así como quien des-truyese el sillón.
A Andrés de Proaza lo ahorcaron y sus bienes fueron a parar a un trastero de la universidad. Allí encontró el sillón un be-del, que se lo llevó para descansar durante la larga espera de las clases y a los tres días fue hallado muerto, sentado en él. También el bedel que lo sustituyó siguió su misma suerte a los tres días de haber to-mado posesión de su cargo. Fue entonces cuando se recordaron las palabras de Proaza y se acordó colgar la silla en la ca-pilla, de forma que nadie pudiera volver a usarla.
Allí permaneció hasta que fue derribado el antiguo edificio de la Universidad. El Si-llón del Diablo pasó a formar parte de las colecciones del Museo Provincial en 1890 y al menos desde 1968 se expone en sus salas “como un exponente más del mobi-liario del siglo XVI”, según señala Eloísa Wattenberg.
“Es una silla de brazos de roble con asiento y respal-do de cuero trabajados con dibujos, con la particulari-dad de que es desmonta-ble”, describe la directora del museo, que añade: “Tiene dibujos geométricos, pero no hay nada cabalís-tico en ella”.
Aunque Rivera Manes-cau decía no creer en la le-yenda, no aconsejaba a na-die que se sentara en ella. “¡Lo mejor de los dados, es no jugarlos!”, decía. Sin embargo, Wattenberg ase-gura que “hay gente que ha pedido permiso para pasar la noche sentada en el si-llón”, una petición que, “na-turalmente”, se les ha de-negado. La respuesta hu-
biera sido la misma si se hubiera tratado de cualquier otra silla, pero ¿habrá sal-vado el Museo a más de uno? Quien crea en la leyenda seguro que lo piensa.
“LA LEYENDA TIENE MUCHO QUE VER CON LA CUEVA DE SALAMANCA”
La leyenda, que debió ser transmitida oralmente en el ambiente universitario hasta que Saturnino Rivera Manescau la fijó en su libro, “tiene mucho que ver con la cueva de Salamanca donde el diablo impartía clases, también sentado”, afir-ma Luis Díaz Viana, antropólogo valliso-letano del CSIC y autor del libro “Leyen-das populares de España” (La esfera de los libros, 2008).
“Son leyendas universitarias relaciona-das con el aprendizaje inmediato y mági-co del conocimiento y con la sospecha sobre los aspectos diabólicos del saber”, continúa el profesor del Instituto de Len-gua Literatura y Antropología, que expli-ca cómo todo el conocimiento que se alzara contra la fe o fuera en paralelo a ella se volvió sospechoso en la Edad Media. “Los propios universitarios eran sospechosos”, dice el antropólogo que abordó un estudio sobre “El diablo en la universidad: la tradición erudita de la magia”.
Díaz recuerda que hubo un tiempo en el que no era nada fácil distinguir hasta dónde llegaba la magia y hasta dónde el saber. “Estas historias hablan de la pa-sión por aprender, por saber más, como en el mito de Fausto, por alcanzar ese conocimiento que te puede conceder un atractivo hacia el otro sexo o la juventud. Y en ese deseo se pacta con el diablo, que se caracteriza por haber cruzado líneas que no había que cruzar”.
En el caso del sillón vallisoletano se suma el recelo que suscitaban las disec-ciones, ya que entrar en el cuerpo huma-no era un tema muy delicado -“¿qué pasaba con el alma?”-, pero tanto en esta leyenda como en la de la cueva de Salamanca, que según Díaz pudo pesar en ella, “lo fundamental es la idea de que tomar un atajo para el saber trae malas consecuencias”.
Es posible que existiera Andrés de Proaza, pero en la leyenda “la verdad histórica suele ser absolutamente irrele-vante” porque “lo que plantea es algo que podría pasar” y el relato suscita “la reflexión”. A juicio de Díaz, es más pro-bable que los rumores a los que se daba vueltas y que pululaban en el boca a bo-ca se adjudicaran a un personaje para hacerlo más verosímil y no que éste die-ra origen al relato. Una leyenda como la del sillón del diablo, anclada a un perso-naje, a un sitio y a un objeto concreto, cuenta con éxito seguro. “Está bien in-ventada”, considera.
Mónica Arrizabalaga
arrizabalaga11 - Madrid ABC - CIENCIA
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