Con creciente ritmo y velocidad, desde principios del presente siglo, una corriente voluntarista echó raíces en la política boliviana, llegando a dominar gran parte de las actividades económicas y sociales del Estado. En forma concreta esa corriente se manifestó a través de populismo partidario, corrupción, anarquía y desorden en general, poniendo al país en el borde del abismo.
El voluntarismo es lo mismo que el libre albedrío, la práctica personal de “hacer lo que le pide el cuerpo”, “hacer lo que a uno le venga en gana”. Sostiene que lo primario no es la percepción, la representación o el pensamiento, sino que la voluntad es la base de todo lo existente, lo cual refleja un carácter espontáneo, primario, una voluntad ciega, instintiva, individual. Esa forma de libre albedrío explotó en la idea de una “voluntad cósmica” enunciada por “filósofos” criollos de tierra adentro que proclamaron a tambor batiente principios discriminadores, indigenistas a título de “marxismo-leninismo” y “socialismo del Siglo XXI”. Se convirtió en una de las fuentes teóricas de la ideología indígena y hasta desconocimiento de la Constitución.
La adopción de esa aciaga “filosofía” culminó cuando el presidente Evo Morales la enunció como política oficial del Estado, al sostener que su actividad gubernativa se basaba en “le meto nomás” y después se verá qué pasa, pues para ello están sus abogados a quienes “les pago”. Con esa actitud voluntarista empezó la realización de cientos de obras públicas de pequeña, mediana y gran magnitud, sin cumplir ningún principio ético de la humanidad, vale decir sin aplicar las licitaciones públicas bajo normas legales, cimiento de la corrupción en masa. En particular, se firmó contratos sin la respectiva licitación para grandes operaciones financieras, como el satélite chino (300 millones de dólares), el avión presidencial (40 millones), caso Jindal, caso Bulo Bulo, plantas de gas, caminos, puentes, Papelbol, Cartonbol e infinidad de otras obras y adquisiciones.
Todo ese aparato voluntarista, que funcionó durante diez años, no pudo menos que derrumbarse como un castillo de naipes porque según la teoría y la práctica socio-política, el libre albedrío o “le meto nomás” significa negar la fundamentación científica de la actividad social basada en el conocimiento de las leyes objetivas de la historia y reducir esa actividad a la arbitrariedad subjetiva de los jefes políticos. De esa raíz aparecieron el populismo, el aventurerismo anarquista y la “dictadura” del jefe, hoy develados.
La oscura década de acumulación de arbitrariedades voluntaristas no pudo continuar y estalló, finalmente, con el supuesto caso del “tráfico de influencias” en el asunto CAMC por casi 600 millones de dólares, protagonizado por una ex pareja del Presidente. Tal presunto tráfico de influencias que echó por los suelos el andamiaje de un sistema irracional que demostró que el libre albedrío (o “le meto nomás”), está condenado al fracaso y su final es inevitable más a corto que a largo plazo.
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