La delincuencia juvenil que venía pasando casi desapercibida en el país y tanto o más descuidada por las autoridades, de pronto ha saltado a las primeras planas de la información enfocada por la agresión nocturna a una pareja en una calle relativamente céntrica de la ciudad, protagonizada por una pandilla juvenil, cuyas imágenes de brutal violencia registraron las cámaras de vigilancia. La estremecedora ocasión ha servido para poner en evidencia que este género delictivo suma cientos, sino miles en el territorio nacional.
Este fenómeno social magnifica el espectro delictuoso creciente frente a lo que no hace muchas décadas nos tipificaba no solo como país tranquilo, sino “inocente y hermoso”. El narcotráfico, la corrupción, el alcoholismo y la cocaína y un largo etcétera nos han convertido en una sociedad no solo peligrosa, sino en proceso decadente de los valores morales que antes constituían costumbre y modo de vida.
No hay duda que el crecimiento poblacional, la migración interna, la influencia foránea en alas de la revolución comunicacional, el modernismo y la tecnología han modificado, no siempre para bien, las tradiciones y la cotidianidad. No somos inmunes al materialismo que bien se lo puede asociar a la globalización, en términos generales. El materialismo fomentador de la pasión por el dinero, la búsqueda de la riqueza a como dé lugar y el consumismo desenfrenado, ha echado profundas raíces en nuestro medio con claro énfasis generacional.
Este cuadro ha mermado, casi hasta borrar, los valores morales que atesoraban las familias y como consecuencia ha provocado su dispersión, socavando la convivencia hogareña. El deseo de riqueza o la necesidad de los padres de satisfacer las necesidades ilimitadas que plantea la vida moderna, ha determinado que los hijos sean librados a su suerte y dejen de ocupar las atenciones de educación y vigilancia que deberían recibir de los padres. De todos modos, esta ausencia puede ser subsanada si los progenitores ponen de su parte, llenando el vacío que deja el ajetreo cotidiano.
Esta complejidad repercute en hijas e hijos, niños y adolescentes, haciéndoles perder las perspectivas de vida, de realización personal y de utilidad a la sociedad, acudiendo a lo que su falta de formación lo convierte en deseable, para caer en la delincuencia y la relajación moral. La permisión legislativa importada de otras realidades debe merecer una adecuada dosificación antes de convertirla en fuente legal. La sociedad necesita también armarse de normas disuasivas del delito, como aquellas que superando opiniones demasiado sentimentales y oportunistas, establezcan imputabilidad a los 16 años, edad en la cual los jóvenes de nuestros tiempos tienen capacidad de raciocinio sobre lo bueno y lo malo.
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