Lo menos que deben pensar quienes fueron -o siguen siendo- admiradores de Luiz Inácio Lula da Silva, es que el líder de los trabajadores brasileños los decepcionó. A quienes no somos sus admiradores ni lo fuimos nunca, nos sorprendió. Y nos sorprendió porque el hombre tiene el perfil y el discurso del ciudadano honesto, honrado, equivocado por cierto, pero jamás el de un consumado negociante de la política que se enriqueció sin pudor, como lo acusa la justicia y la opinión pública del Brasil.
Pero, a su vez, Lula nos muestra otra faceta de la que no se sospechaba y es que le tiene pavor a la ley. Y si le tiene pánico a la ley es porque sabe que la ha violado cuantas veces ha querido y que, por tanto, la justicia no será benévola con él en el momento en que emita su veredicto. De paso, según informan los medios, el juez federal Sergio Moro es hombre estricto, que ha encerrado a varios políticos corruptos, y que está tras las huellas de Lula.
Esto que sucede en Brasil es algo francamente lamentable porque es una nación alegre, divertida, rica, fantástica, casi única, que no tendría por qué atravesar por tantas desventuras y vergüenzas. Mucho menos cuando es centro de atención universal como merecida sede de un campeonato mundial de fútbol y de unos juegos olímpicos. Hace muchos años, cuando Collor de Melo fue destituido por evidencias de corrupción, pensamos que la lección sería de tal magnitud que sentaría un precedente definitivo en la política brasileña. Naturalmente que de quien menos se podría esperar una cátedra en materia de fraude al Estado, era del obstinado y tesonero trabajador metalurgista que llegaba a Planalto con la imagen inmaculada de un santo de los desposeídos.
Así lo creímos todos. Ni Néstor Krichner, ni su esposa, ni mucho menos Hugo Chávez, ofrecían la confianza de un Lula. Este hombre, que sólo hablaba de los pobres, era el verbo serio de los socialistas del Siglo XXI, que podía darse el lujo de cederle el liderazgo del populismo latinoamericano al histriónico Chávez, que, como todo el mundo sabía, estaba despilfarrando las rentas del crudo venezolano en su promoción personal. Mientras Chávez teatralizaba todos los días, Lula trabajaba y hablaba cuando debía hacerlo, moviéndose en los ámbitos del BRIGS e influyendo económicamente en África y Asia.
Entre Chávez, los Kirchner, Correa, Ortega, y S.E. el presidente de los bolivianos, Lula aparentaba ser el más respetable con ventaja, como su sucesora, Dilma Rousseff. Lula se fue del gobierno y tuvieron que pasar algunos años para que el olor a carne corrompida se tornara inaguantable en Brasil. Primero se habló de cientos de millones de dólares que se habían defraudado por sobornos en Petrobras, después de miles de millones, y luego de cifras astronómicas que no caben en ninguna cuenta corriente. Pero, además del daño económico que casi quebró a Petrobras, aparecieron grandes negociados con empresas constructoras convertidas en transnacionales, donde estaban presentes los favores del Estado a cambio de multimillonarias gratificaciones.
Entonces saltó la liebre. Primero se dirigieron los cañones hacia la testa de la presidenta Rousseff hasta acorralarla y buscar su caída. Luego se observó, con pasmo, que el santón metalurgista estaba detrás de todo, que lo sabía todo, que había participado del festín silenciosamente. Al extremo que el ex-presidente fue aprehendido por la policía y llevado a declarar como se acarrea a un delincuente. Nadie ha quedado indiferente a lo sucedido.
Lula decía y dice mostrando estadísticas creíbles que había liberado de la miseria a muchos millones de brasileños. Y debe ser cierto. ¿Por qué, entonces, se lo podía culpar? ¿Acaso no habían sido destinados ingentes recursos para aliviar la pobreza extrema en el país? Claro que sí, claro que se combatió la extrema pobreza, el problema es que si muchos millones de brasileños dejaron de ser miserables porque obtuvieron empleo, centenares de políticos y empresarios amigos pasaron a ser multimillonarios por favoritismo. Y no es cuestión de salvar del hambre a muchos a cambio de enriquecer desproporcionadamente a pocos. Esa es una factura que ningún político puede pasarle a su pueblo, por muchas obras que pueda exhibir.
Salvo un milagro, la imagen de Lula se ha venido al suelo para siempre. Y eso arrastrará a la señora Rousseff, naturalmente. Es tan triste la situación del ex-presidente que ha corrido a Planalto para protegerse bajo las faldas de su discípula y amiga, buscando un cargo de ministro que le garantice impunidad. La experiencia socialista-populista en Brasil, con el Foro de San Pablo y todas esas cosas estériles, están teniendo un lamentable final. Ha llegado la hora de que la situación política cambie totalmente en esta parte de América.
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