Entre cartas, poemas y cuentos
MAN CESPED (Nació en Sucre, 1874, vivió en La Paz y falleció en Cochabamba, 1932).
Este angelito no es una imagen de niño con alas de pájaro. No es una piadosa mistificación de especies. No tiene nada de los divinos angelitos, con nostalgias de cielo, que pintaba Rafael al pie de sus madonas, ni de aquellos otros adobados de oro y carmín de la gruesa escultura en los retablos de las iglesias antiguas.
No es el cuerpo glorioso de un enviado celeste en misión extraordinaria; es un estante y habitante de la tierra con menesteres y funciones ordinarias.
Este angelito es un pollito, de patitas rosadas y pico ambarino. Angelito de forma ovoidea, que lleva los rudimentos de alas propias de su especie, perdidas en la blancura mate del vestido con que se desprendió del cascarón.
Es una figulina viviente que anda buscando briznas por el suelo.
Como es el único que se ha librado de morir a las torpezas de una mala clueca, lo criamos a mano. En horas de frío dormita en una canasta, cobijado por un retazo de manta calentada al sol. Cuando se e encierra en el hueco de la mano, se aquieta, creyéndose abrigado por pechuga de gallina.
Hijo adoptivo de la gente, corre tras ella, persiguiéndole el bulto que, para él, tiene la forma imprecisa de una madre fantástica.
Es un pollito, un vulgar pollito, que no tiene más atractivo que la gracia de su pequeña existencia, y con eso tiene bastante para embellecer la vida.
No es más que una encarnación de yema, espiritualizada por un ápice de nuestra ternura, que es la creadora del Ángel y de Dios.
Criatura mísera e inexpresiva –así fuera un monstruo–, a la que nuestro momento afectivo presta la belleza del alma, y envuelve en la lujosa púrpura del corazón.
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