River tiene dificultades futbolísticas muy marcadas. Ya no se defiende con esa agresividad que lo transformó en aquel equipo rocoso capaz de conseguir cuatro títulos internacionales en 245 días.
River busca el arco rival porque el fútbol que pregona Gallardo es ofensivo, pero lo hace sin variantes, sin sorpresa, sin imaginación ni cambio de ritmo. Sus ataques, entonces, se vuelven casi siempre intentos sosos y carentes de ingenio. D’Alessandro no logró aún ser ese volante creativo capaz de darle el salto de calidad que los hinchas y el cuerpo técnico esperaban, y sus aportes por ahora se reducen a su sabio manejo de las pelotas paradas y poco más.
Los rendimientos individuales –incluidos los de Bertolo y Mayada, claro- en líneas generales están por debajo de lo que exige una camiseta tan pesada. Y a eso se le suma que el técnico no consigue sacar lo mejor de sus futbolistas como sí hizo durante las campañas que desembocaron en las conquistas coperas, cuando potenció los niveles individuales de casi todos.
Es posible que River esté padeciendo el síndrome que afecta a la mayoría de los equipos campeones, que pierden motivación e inconscientemente sufren un súbito aburguesamiento. Adentro de la cancha se ve un equipo al que le cuesta encontrar soluciones.
El desafío que tienen por delante no es menor, especialmente porque las respuestas futbolísticas no aparecen a la vista.
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