Fernando Diez de Medina
(Condensado)
Un breve parque rectangular: los árboles no muy altos, la grama no muy tupida, los senderos de arena no muy acogedores. Un pequeño estanque. Juegos para niños. Pero el paisaje circundante maravilla: otro parque más arriba, aéreo casi, entre morisco y sevillano, con pinos y eucaliptos; cerros encrespados de fantasmal dibujo; y al fondo la catedral de nieve del Illimani. Se diría un refugio de los dioses en un con-torno de mitología. Es la plaza España en La Paz de Bolivia.
En Sudamérica los parques y las plazas son ágoras y remansos a la vez. La vida civil se condensa en ellos: fiestas, revoluciones, pronunciamientos, comicios, tensiones colectivas. Las muchedumbres buscan los espacios abiertos, las áreas verdes para volcar su inquietud. Entonces el mágico recinto se puebla de músicas, de balas, de gritos, de sonoras palabras retumbantes. Esto no es lo frecuente. Lo frecuente es que el parque o la plaza se vean vacíos, silenciosos, turbada apenas su natural quietud por los visitantes domingueros. Por eso los aman los enamorados, los soñadores, los niños y los viejos. Porque son “samiri”, descansaderos —como piensa el aimára— donde se recupera la energía y se purifica el corazón.
El parque fáustico de Europa, asombra y anonada. La pequeña plaza sudamericana brinda intimidad. Aquí el alma del mundo y el alma del hombre se reconocen mejor, porque unimisman.
La plaza mayor da el pulso de la vida civil. Generalmente la circundan la casa de gobierno, un templo, edificios principales. El movimiento de gentes y vehículos acrecienta su importancia.
Pero la plaza menor, más modesta, es sólo una expresión del barrio: jardín, refugio, lugar de reposo. No quiere coman-dar.
Así era, así es la plaza España en el barrio señorial de Sopocachi.
—¿Plaza? —comentaba desdeñoso un vecino erudito—. Mal empleado el voca-blo. Debiera decirse, mejor, parque por reducidas que sean sus proporciones. Porque la “plaza” es el centro motor, el reanimante de la vida vulgar y agitada; en tanto el “parque” trasciende a descanso y poesía, es más bien una defensa contra las fricciones cotidianas. La plaza hostiga, el parque apacigua.
Cierto día el estruendo de los camiones y la algazara de los obreros conmo-vió la plaza España: se trataba de remo-delarla. Desapareció el estanque, se pavimentaron sus caminos, mejoró el alum-brado y en el área central a la que se dió la necesaria amplitud, se pusieron los cimientos del pedestal que sostendría una estatua. Nueva siembra de pasto. Alambres de púa para proteger los jardi-nes. Los escalones de piedra de diseño más suave. Sobre el mosaico rojo se alzó lentamente una base de granito de Comanche, con la austeridad de líneas que amaron los Tiwanakus, esos dorios del pasado andino.
Transformado y embellecido el recinto, sacaron de su caja de madera una es-tatua de bronce y con ayuda de una grúa la izaron a su definitivo emplazamiento.
Día de fiesta en el barrio. Banderas, discursos, flores, homenajes. Debió pro-longarse con una retreta nocturna, pero la fuerte lluvia lo impidió; y la estatua, como el hombre que repre-sentaba, quedó solitaria en su gran-deza y su desdicha. Símbolo perfec-to, a un tiempo, del grande infor- tunio y del genio inmortal que levan-taron el nombre de Miguel de Cer-vantes Saavedra.
Es una figura armoniosa, un gen-tilhombre del siglo XVI, de cuello engolado, espada al cinto y capa corta. El rostro meditativo, el ade-mán gentil. La estatua es tan pro-porcionada, y su emplazamiento tan adecuado, que de cualquier ángulo que se mire aparece siempre resal-tando sobre un fondo arbóreo. Vién-dola como se humaniza el paisaje, el recinto cobra un aire antiguo, fa-miliar. Y al doble conjuro de las dos palabras sempiternas —España, Cervantes— se comprende mejor al progenitor de Don Quijote, este amigo de los hombres que jamás termina su lección magistral de ver-dad y humanidad.
De las muchas frases escuchadas el día inaugural, recojo ésta de un obrero, que acaso nunca oyó el nombre de Cervantes, o bien se deslumbró con la figura idealizada del monumento: —Había sido elegante el caballero...
Aparenta un juicio trivial y es, en el fondo, una clave para entender la estéti-ca cervantina.
Vésele aquí, en la efigie broncínea, alto, esbelto, gallardo y reposado. ¡Pero cuán otra la figura real, donde la mala-ventura destroza todos los sueños del ambicioso! Cervantes ignoró la delicia tierna y sosegada del vivir hogareño, no disfrutó los goces de un pasar bonanci-ble y seguro.
Familia no la tuvo, ni círculo de afec-tos, ni amigos permanentes. Su vida irre-gular y bohemia transcurrió de peripecia en peripecia. No tuvo suerte el soldado ni ganancia el escritor. Anduvo siempre en-redado en deudas, pleitos y querellas, urgido de amparo y fiadores. Careció de profesión, de sentido práctico para impo-nerse en el torbellino del diario aconte-cer. Tuvo que humillarse ante protectores indignos y tocar puertas de poderosos estúpidos que no adivinaron la alteza de su genio. Enemigos y envidiosos le a-margaron la existencia. El Quijote apó-crifo envenenó su ancianidad. La sombra de Lope oscurece su fina poesía: le impide volar. Quiso reformar el mundo y sólo al-canzó a satirizar sus defectos. Todo anhelo se frustra en su destino adverso. Pobreza, dolor, envidia y desengaños lo acosan sin respiro, Por eso el desencantado pone en boca de Don Quijote la sabia sentencia que a su turno repetirán todos los reforma-dores, idealistas, luchadores y soñadores que le han sucedido: “Yo, Sancho" nací para vivir muriendo...”
Poderoso en ideales, mísero en logros, Cervantes es el arquetipo del hombre que lucha contra el destino y se rescata por las letras de la miseria de un vivir lamentable. Fustigado, de quebranto en quebranto, no ceja nunca en su actividad ejemplar. Ca-rácter indomable, nada lo abatirá definiti-vamente porque resurge, siempre, intrépi-do y sonriente dispuesto a una nueva lid.
Don Quijote, loco y sabio, clave y contra-clave del hombre emprendedor, domina enteramente los dos mundos de sueño y realidad. Cervantes, sabio y desdichado, dialéctico impenitente, constructor de su proeza, meditador de sus desventuras, no tiene “su” mundo como el Caballero de La Mancha y se mueve con menor desenvol-tura en la complicada urdimbre de la reali-dad contingente.
Hay tal fuerza torrencial de vida en el Quijote y hubo un ímpetu trascendental de comunicación en el alma atormentada de Cervantes tan profundo, que cuanto más se lee y se relee sus obras, se descubren otros rasgos, se abren perspectivas inédi-tas, como si del hormiguero humano y del laberinto cósmico se alzaran hombre y mundo nuevos, en una renovada plasti-cidad, en un cromatismo mágico que sólo don Miguel pudo señorear.
Aquí está, en su pedestal de granito, se-reno y elegante, como un noble profesor de humanidades. Descansa la espada. En la diestra un rollo de papeles. La cabeza pensativa. Bajo el porte señorial de la figu-ra renacentista, asoma la imagen más ve-raz del varón descalabrado, del pensador jovial y melancólico a un tiempo. La esta-tua representa una imagen ideal de Cer-vantes.
Es noble, generoso, magnánimo, pero a veces bordea los caminos del picara. Pe-lea sin descanso contra la mala suerte, abrumado por las desdichas y su incapa-cidad congénita para labrarse bienestar. Soldado valeroso, escritor profundo y re-mansado. Su grandeza de alma asoma en su capacidad de sufrimiento, en su valen-tía para alzarse de la caída y del error.
Porque ha sufrido mucho, mucho enten-dió del padecer humano. Hizo de la reali-dad, fantasía; y a la fantasía convirtió en realidad. Gran mago del mundo, oceanó-grafo del hombre, nadie le supera en suti-lezas del razonar ni en primores del bien decir. Envidiado siempre, comprendido nunca.
Y volvieron silencio y soledad a la plaza donde alza su silueta el Caballero de las Españas, aquel que en dos oportunidades se aproximó al Alto Perú, es decir a las al-tas comarcas de los bolivianos: una cuan-do solicitó al Rey de España que le diera el cargo de Corregidor de Nuestra Señora de La Paz, petición que fue negada; y otra en aquel sentido pasaje revelador de su grati-tud al escudero inmortal:
“Si tuviera que pagar, oh Sancho, lo que a tí se debe, no bastarían las minas del Potosí”.
Habrá monumentos más insignes, esta-tuas de pompa y relieve mayores, pero nin-guna como ésta adecuada al tránsito del hombre y su destino: aquí está el varón más noble, el ingenio más fino, la ense-ñanza entrañable de vida y pensamiento al servicio de la humanidad intemporal.
Pasarán mil años, dos mil, acaso más... Cervantes seguirá siendo maestro de vario vivir, varón cabal, alma inmensa, inson-dable si las hay. Asombro de pensadores y prosistas. Poeta prodigioso de la primera línea hasta la última. Gran confesor del corazón, mago de la voluntad.
Hermano mayor en la duda y en los que-brantos. Ingeniero de las ideas, músico del idioma. Un portento.
En este pequeño parque boliviano, re-cinto armonioso al pie del Illimani, dictaréis cada día cátedra de dignidad, de inteligen-cia, de belleza.
¡Oh señor don Miguel de Cervantes Saa-vedra, padre de Don Quijote, amigo de los hombres!
Ensayo publicado en el libro El Alfarero Desvelado, 1964.
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