La semana en curso ha sido particularmente turbulenta en un ya complejo panorama político en Brasil. Poco antes de que el Senado estuviese a punto de debatir la moción para proceder al enjuiciamiento político de la mandataria Dilma Rousseff, el titular de la misma Cámara de Diputados que había previamente remitido la cuestión a la consideración de lo más alto del Parlamento, había anulado el proceso, algo que finalmente fue revertido.
El presidente interino de la Cámara, Waldir Maranhao, había señalado en primera instancia a primera hora del lunes, que el resultado de la votación allí no tendría valor alguno. Maranhao optó por revocar tal decisión apenas unas horas después de hacerla pública por supuestos “vicios” en la realización de la sesión donde tal votación tuvo lugar. La maniobra, evidentemente, extemporánea por cuanto el trámite a nivel del Senado ya se había iniciado, pareció ser obra de la Presidencia.
La presidenta Dilma Rousseff ha acelerado su ofensiva tanto dentro como fuera de Brasil para evitar lo que a todas luces parece inevitable, salvo que obre algún evento extraordinario de último momento. “Tenemos una batalla difícil que librar”, expresó la aún gobernante brasileña cuyo índice de popularidad ha bajado drásticamente en los meses recientes en medio de escándalos de corrupción, malestar social, aumento de la inflación y desaceleración económica.