Una ola de corrupción está sacudiendo a algunos países latinoamericanos que estuvieron o están todavía bajo un régimen de gobierno populista, y que perdieron el poder por la voluntad soberana del pueblo, y los que quedan seguirán ese camino. Primero fue el gobierno argentino de los Kirchner y ahora es el de Brasil, en el que la presidente Dilma Rousseff ha sido suspendida de sus funciones por decisión de las dos Cámaras en el parlamento federal, acusada de actos de corrupción política.
La presidenta suspendida y los “corifeos” populistas que pululan en rededor de los pocos regímenes que quedan en esta corriente, han desatado una campaña de defensa de la presidenta del Brasil, con el argumento de que se estaría produciendo un “golpe a la democracia”, cuando en verdad se ha seguido las normas establecidas legalmente para el tratamiento de los casos que a criterio de los parlamentarios, como representantes del pueblo, impulsan un proceso de juzgamiento de los gobernantes que por actos de corrupción, lo merezcan o por lo menos estén en situación de imputación.
No cabe duda que el “impeachment” es un proceso eminentemente político, pues tiene que ver con la administración del poder político, y en consecuencia sus efectos, en caso de ser positivo el proceso, son la pérdida definitiva o la suspensión del ejercicio del poder político y su reemplazo por la autoridad siguiente en jerarquía.
En el caso brasileño, la opinión pública mayoritaria, como se la entiende, pues no puede haber opinión pública unánime, está por la defenestración del mandato de la presidente, pues millones de ciudadanos se han expresado en las calles con el grito de “fora Dilma”, y los medios de comunicación social, portavoces de la opinión pública, por su carácter de independencia del poder político, han investigado e informado al pueblo sobre los casos de corrupción en los que aparecen involucrados personeros de gobierno y dirigentes del partido en función de gobierno hace más de una década.
Lo que sucede es que al amparo del poder político, los regímenes populistas de izquierda que emergieron en esta parte de América al influjo de “foro de San Pablo” hace más de una década, con el discurso anti imperialista, los petrodólares del “chavismo” y siempre en nombre de los pobres, resultaron instaurando regímenes autoritarios, hegemónicos y caudillistas que tienen como finalidad el poder y su permanencia en el mismo por tiempo indefinido.
El panorama internacional de los buenos precios de materias primas en el mundo, por el elevado crecimiento de algunos países de Asia, y que en algunos casos, como el nuestro, en él que fue inédito, determinó que ingresen recursos frescos “como nunca antes”, y en consecuencia los gobernantes populistas tuvieron a su disposición millonarios recursos, que lamentablemente fueron mal administrados y determinaron situaciones como la de Venezuela, que está al borde del colapso institucional y social.
El deterioro y desgaste de los regímenes populistas del ALBA, además de la deficiente administración de sus recursos, ha sido acelerado por los elevados índices de “corrupción” política en las altas esferas del poder político. Cientos de millones de dólares son las cifras que se ha manejado discrecionalmente, por los gobernantes y sus círculos de poder, mientras los pobres en cuyo nombre se instalaron en el poder, siguen siendo pobres y en algún caso, más pobres que antes, lo que nos demuestra la impostura de estos regímenes.
La corrupción, como lo dijimos en alguna nota anterior, no sólo es apropiarse de recursos públicos o enriquecerse con negocios del Estado, sino incumplir las leyes y normas que hacen al estado de derecho, entendido como aquel en el que gobernantes y gobernados están sometidos a la ley y su estricto cumplimiento, y donde la institucionalidad del Estado es tal, que resulta difícil atropellar la ley por muy poderoso que sea el que pretenda esta conducta.
La institución más sólida en la sociedad organizada y que se desenvuelve bajo el estado de derecho, es la justicia, pues ésta además de cumplir su rol fundamental de administrar justicia en los casos de las controversias entre particulares o entre éstos y el Estado, debe defender los derechos de los ciudadanos ante las agresiones del poder político, es decir frenar los excesos del poder, pues los que tienen poder, siempre tienden a hacer uso y abuso del mismo.
Entre esos excesos del poder político, está la corrupción, en especial cuando las instituciones han sido puestas a su servicio, y se carece de mecanismo de control fiscal y presencia de los organismos encargados de velar por el cumplimiento de la ley, de tal suerte que la corrupción resulta el más eficaz golpe contra la democracia.
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