[H. C. F. Mansilla]

Carencias del trabajo intelectual en Bolivia


En 2013 el Viceministro de Educación Superior dio a conocer algunos datos sobre la investigación científica en Bolivia. Las cifras nos muestran el aporte extremadamente bajo de investigadores bolivianos al avance del saber, medible por criterios como patentes registradas internacionalmente, publicaciones en revistas científicas, producción de libros y artículos y proyectos de tesis universitarias que puedan ser tomadas en serio.

Sostengo que una de las causas últimas de esta constelación tiene que ver con la fuerza normativa de una mentalidad que ha cambiado poco en el curso de los siglos, pese a la retórica revolucionaria y anti-imperialista. Son valores de orientación cerrados sobre sí mismos y poco afectos a someterse a una comparación supranacional, es decir a una crítica radical. Lo que realmente necesitamos es una perspectiva cultural atenta al contexto internacional y al desarrollo del pensamiento a nivel mundial para no reiterar lo postulado por tendencias nacionalistas, populistas e indianistas, que han sido y son tan frecuentes y vigorosas en el ámbito universitario y académico.

Pese a su enorme popularidad y a su éxito político, es probable que estas modas de pensamiento no pasen la prueba de los siglos, pues carecen de un factor central: les falta un espíritu de autocrítica, una mirada analítica sobre sí mismas. Y casi todas ellas prescinden de la dimensión de la ironía, que es, en el fondo, la distancia escéptica con respecto a uno mismo y la comprensión de la ambivalencia de los fenómenos humanos. Hoy contamos en Bolivia con muchos textos y libros sobre asuntos políticos, culturales e históricos, pero casi todos ellos evitan cuestionamientos realmente serios de los pilares de la identidad nacional. La inmensa mayoría de la producción intelectual repite y consolida los mitos profundos, es decir: los lugares comunes de la mentalidad colectiva. Entre estos últimos se encuentra el dogma que afirma que los modelos civilizatorios prehispánicos habrían constituido un régimen claramente igualitario, próspero y solidario, cuyos habitantes habrían gozado de felicidad perenne. Otro de estos mitos atribuye a los factores externos (el “imperialismo”) la única responsabilidad causal con respecto a la pobreza y el subdesarrollo. La mayoría de nuestros intelectuales no siente la necesidad de escudriñar sus propios valores de orientación, de cuestionar sus certidumbres ideológicas o de poner en duda lo obvio y sobreentendido de sus tradiciones y creencias bien arraigadas. Ellos fomentan una identificación fácil con los prejuicios seculares de la población. En cambio un espíritu genuinamente crítico-científico evita cualquier identificación fácil y promueve, en cambio, lo que es fundamental para todo conocimiento auténtico: el desencanto, la desilusión con las certidumbres de nuestra infancia cognoscitiva, por más seguridad anímica que estas nos hubieran proporcionado.

Nuestros intelectuales progresistas, por su parte, reproducen mansamente las rutinas y las convenciones más difundidas: nunca perdieron una palabra sobre el autoritarismo reinante en el terreno administrativo-burocrático, en el mundo campesino y en el ámbito sindical, jamás investigaron el carácter verticalista y patriarcal en la estructura familiar de las colectividades indígenas, no criticaron la estructura jerárquica y piramidal de casi todos los organismos sociales, incluyendo en primer lugar a los partidos izquierdistas, y rara vez produjeron algo que haya sido discutido allende las fronteras de la nación.

En este marco surge una cuestión de gran relevancia para las ciencias sociales, que puede ser descrita de la siguiente manera. La cuestión del burocratismo, el embrollo de los trámites (muchos innecesarios, todos mal diseñados y llenos de pasos superfluos), la mala voluntad de los funcionarios en atender a los ciudadanos o el deplorable funcionamiento del Poder Judicial, del Ministerio Público y de la Policía no son temas que preocupen en este país a la mayoría de los cientistas sociales, a los universitarios y a los grupos políticamente organizados. El público soporta estos fenómenos más o menos estoicamente, es decir, los considera como algo natural, como una tormenta que pasará, pero que no puede ser esquivada por designio humano. Hasta hoy en todos los procesos electorales ningún partido izquierdista o pensador socialista, ninguna asociación de maestros, ninguna corriente indigenista o indianista había protestado contra ello. Lo mismo se puede decir de los partidos conservadores. Lo paradójico del caso estriba en que los pobres y humildes de la nación conforman la inmensa mayoría de las víctimas del burocratismo, de la corrupción, del mal funcionamiento de los poderes del Estado. Los intelectuales de izquierda y los pensadores revolucionarios, que dicen ser los voceros de los intereses populares, no se han apiadado de la pérdida de tiempo, dinero y dignidad que significa casi todo roce con la burocracia y el aparato judicial para la gente sufrida y modesta de esta tierra.

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