Gonzalo Rojas Ortuste
Hay un contexto regional de indudable hastío con actos de corrupción que de alguna manera salpican a la más alta jerarquía del poder político latinoamericano, la presidencia. Curiosamente, no es el caso de la Sra. Rousseff que acaba de ser retirada de su alto cargo en Brasil, aunque en el entorno político oficialista allí hay unas cifras impresionantes con sólidas denuncias de apropiación privada de fondos públicos. Reportes periodísticos serios describen a la por ahora exmandataria como una persona disciplinada, inflexible y más afín a examinar cifras en su despacho, lo que es afín a su formación profesional, antes que a reunirse con políticos que un sistema multipartidario como el brasileño parece demandar. No es, entonces, una figura típica de las sucesivas olas de caudillos de las versiones del populismo latinoamericano, que actúan profusamente labrando una imagen de jefes cercanos a la gente y que capta las aspiraciones populares.
Ese, el carisma, suele tenerse como el requisito imprescindible para hacer política cuya meta principal-digan lo que digan sus programas formales- es hacerse de la silla presidencial, especie de trono con encantos enigmáticos. De los recientes, el más destacado es el desaparecido Cnel. Chávez, que brilla con luz propia especialmente en contraste con su lamentable sucesor en esa nación hermana. De los vigentes -pues Dña. Cristina K. ya está en su casa, por ahora- no quiero centrarme en alguno en particular, sino en esos rasgos que parecen generar una corriente de simpatía mutua entre ellos y sus seguidores; una cierta incontinencia verbal que los tiene disponibles a extensos discursos sin mayor contenido que repetidos apelaciones al pueblo (en verdad sus seguidores, que, cierto, no son pocos). Allí lo que importan son los gestos, con reflectores, cámaras y micrófonos, los mimos a los suyos, con ocasionales amenazas a sus enemigos (“los oligarcas”, “el imperio”), que son correspondidos con vivas y mueras, según la ocasión.
Como el centro de esa estructura de poder está alrededor de esa figura, no son importantes, los equipos de trabajo, sino los aparatos de propaganda, que amplifiquen esa gestualidad, el teatro simplificado de “buenos” (los nuestros) versus los “malos” (los otros, disidentes y aun indiferentes). Los debates francos, de argumentaciones que respaldan una orientación u otra, no son requeridos; sino “cumbres” donde lo importante es mostrar un bloque de unanimidad en torno a la vía, normalmente plana y sin mayor elaboración, que es presentada como la gran solución inspirada por el Presidente, iluminado por sus innatas condiciones de gran conductor. Ante tan excepcionales rasgos, es normal que se pretenda prorrogar los mandatos, incluso más allá de los incómodos papelitos que en algún momento fueron presentados como textos de refundación del país. Más al norte, en México, esa es la única norma que se respeta (la no reelección) en esos altos círculos; fuera de eso, opera lo que un estudioso llamó la “presidencia imperial” sexenal.
Por eso es tan atípica la figura de la Sra. Rousseff, aunque auspiciada por su mentor Lula Da Silva, más cercano a los rasgos descritos, su intento de retorno a la primera línea de la actuación política llegó cuando el deterioro era mayúsculo y sin mayor margen de maniobra. El otro caso atípico –que no el esperanzador, que es el uruguayo- es el chileno. Allí la figura de la Sra. Bachelet, ahora menos que en su primer mandato, no pudo modificar un ápice la línea dura de la cancillería de ese país con relación a su posición con el tema marítimo boliviano, que sin embargo recibió un duro contraste con la decisión de La Haya, que contradice su línea maestra de que no existe temas pendientes con nosotros. Como también ha sido afectada por los manejos dolosos de su nuera, sus posibilidades de innovación en política interna parecen aún más reducidas. Así, cuando la más interesante figura presidencial de esta fase contemporánea de la región es retirada de la escena del país con la mayor gravitación, eso no puede alegrarnos.
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